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La cara invisible de la reproducción social
El primer gran problema es que esta concepción restringida de trabajo ha dejado afuera las tareas esenciales para la reproducción social. Es decir, aquellas que permiten que existan sujetos capaces de producir bienes y servicios en el Mercado. De esta forma se invisibiliza como trabajo todo el tiempo que insumen las tareas de cuidado. De la misma manera, queda solapada la división sexual del trabajo que le asigna la responsabilidad de estas tareas fundamentalmente a las mujeres e identidades feminizadas. Dos consecuencias inmediatas aparecen relacionadas con esta problemática: una dentro del mercado de trabajo y otra por fuera.
En relación al Mercado de Trabajo, las estadísticas muestran claramente no sólo las dificultades de acceso y permanencia de las mujeres con carga de tareas de cuidado sino las desigualdades estructurales entre trabajadoras mujeres y trabajadores varones: brecha salarial, techo de cristal, suelo pegajoso, cañerías y escaleras rotas, etc. Todas metáforas que apuntan a develar cómo la responsabilidad casi exclusiva de las mujeres en la organización social de los cuidados, perjudica con una doble o triple carga de trabajo a las trabajadoras y les impide lograr estabilidad, ascensos laborales o trayectorias profesionales ascendentes.
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Por otro lado, el tiempo de vida invertido en las tareas de reproducción social no es considerado trabajo, es decir no se le asigna valor social. Se convierte en trabajo no remunerado que se presenta como un mandato difícil de desoír por parte de las mujeres. Ancla esa supuesta “vocación de cuidadoras universales” a argumentos emocionales (se cuida por amor a los hijos, los padres, los enfermos, etc.) o a una estrategia de biologización de lo social (nadie cuida mejor que las mujeres, por su intuición, sensibilidad, etc.)
El resultado directo de esto queda marcado a fuego en las subjetividades femeninas en términos de un trabajo global más pesado para mujeres que para varones y de una jerarquización de las ocupaciones desde una división sexo-genérica. La encuesta nacional del uso del tiempo (enut) realizada durante el 2021 por Indec y de reciente publicación, deja claramente expuesto desde las estadísticas estos fenómenos distorsivos que anidan en la restricción significativa del concepto de trabajo del que veníamos hablando.
La encuesta Enut muestra como dentro de las actividades productivas, la participación de las mujeres en los trabajos de ocupación es del 36,9% mientras que en el caso de los varones es del 55,5%. Esta inequidad en relación al acceso a recursos se ahonda si observamos los porcentajes de uso del tiempo en el trabajo no remunerado que comprende el trabajo doméstico, las tareas de cuidado y el trabajo voluntario realizado para la comunidad. El 91,6% de las mujeres realiza trabajo no remunerado mientras que, en el caso de los varones, lo hace el 73,9%. Si se desagregan estos porcentajes en el caso del trabajo doméstico, la actividad de las mujeres alcanza casi el 90%, la de los varones sólo un 68,3%. Y en relación con las tareas de cuidado, mientras que la participación de los varones es de 19%, en el caso de las mujeres supera el 30%.
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Las formas de asociatividad laboral no asalariadas
Sin duda, las sociedades occidentales modernas y sus Estados han organizado la vida social sobre el eje de la mercantilización del trabajo. La sostenibilidad de la vida queda relegada a una esfera secundaria que gira como subsidiaria de la acumulación de capital.
Sobre fin de milenio la economía global es afectada por importantes cambios económicos, tecnológicos y demográficos que reducen las oportunidades de ingreso al mercado de trabajo formal y ahondan las desigualdades económicas. Particularmente en nuestro país durante esos años resistimos un proceso de expulsión de mano de obra, con una marcada precarización e informalidad en el trabajo. La desestructuración de la sociedad salarial, designará Castel ya en 1997.
En este escenario vimos el surgimiento de un conjunto de estrategias de supervivencia, algunas de las cuales se asocian con las experiencias de economía social y solidaria: cooperativas de trabajo, empresas recuperadas por sus trabajadores, cooperativas de agricultores urbanos, economías comunitarias y familiares, ferias de la economía popular, microcréditos, etc. Este campo se presenta como diverso con modelos organizativos y enfoques de gestión heterogéneos. Pero sin duda comparten una serie de características comunes que plantean relaciones sociales de producción o relaciones de trabajo sostenidas desde una organización del trabajo alternativa y contraria al capitalismo. La sostenibilidad económica y social son consideradas en pie de igualdad.
Estas formas nos marcan nuevamente la cuestión medular de la definición de trabajo. El origen del trabajo es un proyecto consciente (del campo racional, en el sentido lato) y/o semiconsciente (del campo específicamente intuitivo y emocional) para obtener medios de vida. Que este carácter libre, voluntario y consciente del trabajo se borre en las condiciones de su mercantilización no implica que no pueda entenderse como trabajo aquel que es autogestionado.
Estas experiencias muestran que es posible organizar socialmente el trabajo no como división, fragmentación, o competencia, sino desde una distribución equitativa, en un ambiente de colaboración y diálogo, y donde las diferencias entre pares se dirimen en asambleas.
Sin embargo y más allá del reconocimiento que desde la OIT se realiza del campo de la Economía Social y solidaria, su expresión en marcos jurídicos sigue siendo, al menos, en Argentina, una deuda pendiente. Si bien existe una reglamentación que desde el INAES se establece para el sector, el acceso a derechos propios del trabajador no tiene aún su correlato en un instrumento que valide y equipare esta forma de trabajo a la del empleo asalariado. El acceso a un sistema de salud por obra social, a un sistema jubilatorio, o la seguridad social en general, no parece ser contemplado desde las regulaciones jurídicas en esta forma de trabajo aun cuando su aporte al PBI sea significativo.
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La pandemia y la centralidad del trabajo
Si algo puso en crisis el ASPO en el transcurso de la pandemia fue que el eje de la economía se sostiene claramente sobre el trabajo. La caída de los índices económicos se relacionó directamente con la obligada ausencia de los trabajadores en las empresas. Las mercancías, que diría Marx son dotadas de un aparente valor intrínseco efecto del proceso de fetichización, no producen ni consumen. Sólo la fuerza de trabajo es productiva, solo el trabajo produce.
Así los argumentos del neoliberalismo asentados sobre años de tradición económica neoclásica, acerca de que el valor de una mercancía se da a partir de su utilidad, reduciendo el trabajo únicamente a uno de los factores de producción, chocaron con la evidencia de fábricas imposibilitadas de producir sin trabajadores, servicios imposibles de realizarse sin empleados, etc.
Paralelamente, el ASPO mostró como el tejido social en muchos barrios se sostuvo gracias al trabajo comunitario (ese mismo que el INDEC considera como una actividad productiva no remunerada) y que cuesta tanto resignificar como TRABAJO.
Finalmente, la llamada crisis de los cuidados, mostró la sobrecarga de trabajo (no remunerado) que afectaba a las mujeres condicionadas al cuidado intensivo de niños, ancianos y/o enfermos durante el aislamiento con el consiguiente incremento de los protocolos de higiene y con la convivencia del home office con un sistema educativo privatizado en el seno de los hogares.
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Una disputa de sentido
Para cerrar con una cita del libro que mencionábamos al principio, Ricardo Antunes dice:
“Así, a pesar de todas las variantes de mistificación teórica que procuran descartar esos problemas como si fueran "preocupaciones anacrónicas del siglo XIX", la necesidad de desafiar la subordinación estructural jerárquica del trabajo al capital continúa siendo la gran cuestión de nuestro tiempo. Existe el enfrentamiento de hecho, tanto en la teoría como en la práctica social, y es impensable sin la reafirmación vigorosa de la centralidad del trabajo”.
El cuidado es trabajo, y desafía la “subordinación estructural jerárquica del trabajo” al visibilizar la desigual distribución de las tareas de cuidado, al señalar la división sexual del trabajo como fundante de una matriz de dominación no solo capitalista sino patriarcal y al dejar expuesto en la base de la pirámide de las violencias de género, cómo estas formas de subordinación sexo-genéricas son una de las modalidades más insidiosas y estructurantes de la sociedad.
Las formas laborales autogestivas son trabajo, y desafían a la sociedad mercantil en tanto se apoyan en una distribución equitativa de los ingresos, de la riqueza y de los beneficios generados por el trabajo de toda la sociedad y promueve la división social del tiempo libre sobre el eje de la sostenibilidad de la vida.
En una nueva conmemoración de este día de los y las trabajadores/as independientemente de su forma de empleabilidad, disputemos ese sentido de trabajo como la actividad productiva y creativa de construir y transformar la realidad al mismo tiempo que dialécticamente se transforma quien lo realiza y entabla relaciones sociales.
El trabajo nos sitúa en el mundo y en la sociedad, estructura nuestras categorías de espacio y tiempo, sostiene nuestra vida en el proceso de construcción social de identidad. Por eso desnaturalizar el sentido común que restringe su significación y ampliar la mirada hacia esas formas aún invisibilizadas, es una tarea pendiente y enriquece sus sentidos.
(*) María de los Ángeles Dicapua es profesora e investigadora de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales (FCPolit - UNR) y directora del Centro de Estudios e Investigaciones del Trabajo (CIET).