La reciente adaptación televisiva de "El Eternauta", icónica obra argentina creada por Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, no solo actualiza un clásico de la ciencia ficción latinoamericana, sino que también despliega una narrativa que dialoga intensamente con el presente cultural y social argentino. Esta serie logra construir su mundo narrativo con una estructura onírica que recuerda a las propuestas estéticas de David Lynch, donde los límites entre la realidad y el sueño, entre lo consciente y lo inconsciente, se desdibujan de forma perturbadora.
En la serie, la atmósfera se impregna de lo que Freud denominó Das Unheimliche, lo ominoso: aquello que es familiar y, a la vez, extrañamente inquietante. El hogar ya no es un refugio seguro, sino el escenario de lo siniestro. La nieve mortal que cae del cielo sobre Buenos Aires, un elemento en apariencia natural y hasta bello, se convierte en símbolo de la amenaza latente y desconocida. La narración juega constantemente con esta lógica de lo ominoso, mostrando cómo lo cotidiano —el mate compartido, las calles del barrio, el club de amigos— se transforma en portador de muerte y desolación. Es en esta lógica donde se inscribe la dimensión angustiante que atraviesa toda la serie.
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La angustia, en términos lacanianos, no es sin objeto; aparece cuando el sujeto se enfrenta a la pérdida del soporte simbólico que estructura su realidad. En "El Eternauta", la caída de la nieve tóxica y la consecuente descomposición del tejido social representan precisamente esta disolución del orden simbólico. La serie no permite al espectador refugiarse en la distancia tranquilizadora de la ficción científica: la distopía que propone no parece tan lejana, sobre todo cuando se la observa a la luz de las crisis contemporáneas.
Argentina, en los últimos años, ha atravesado profundas crisis económicas, sociales y sanitarias. La pandemia de Covid-19, la inflación crónica, la precarización del trabajo y las incertidumbres generadas por el avance de la inteligencia artificial han configurado un horizonte que se siente cada vez más frágil. Así, cuando la serie representa el colapso de las instituciones, la militarización de la vida cotidiana y la supervivencia como único horizonte posible, lo que debería ser pura especulación distópica resuena con una potencia inquietante en la experiencia real de los espectadores.
En términos sociológicos, podríamos pensar con Zygmunt Bauman y su concepto de "modernidad líquida": vivimos en un tiempo donde las seguridades sólidas del pasado se han disuelto, y donde las catástrofes ya no son eventos excepcionales, sino amenazas permanentes que habitan nuestro día a día. El Eternauta, en su nueva versión, condensa esta sensación de un futuro que ya está aquí, de una distopía que no necesita viajar a otros mundos ni a futuros lejanos porque se gesta en el presente mismo.
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Foto: Netflix
Lo angustiante de la serie, entonces, no es solo la narración de una invasión extraterrestre o de un apocalipsis, sino la forma en que esas imágenes funcionan como metáforas hiperrealistas de las condiciones actuales. La reducción del espacio de lo posible, el cierre del horizonte utópico y el crecimiento de tecnologías que, lejos de emancipar, aumentan el control y la desigualdad, todo ello confluye en una experiencia espectatorial donde la ficción golpea con la fuerza de lo real.
Así, "El Eternauta" no solo es una serie que actualiza un clásico, sino un dispositivo cultural que pone en escena los fantasmas contemporáneos: la angustia ante la pérdida de sentido, la proximidad de la catástrofe y la erosión de la frontera entre lo real y lo ficcional. Su narrativa onírica, su estética de lo ominoso y su pertinencia política y social la convierten en un espejo perturbador de nuestro tiempo.
Emanuel Donati - Psicólogo - Matrícula 5394