En los últimos años, muchos empezamos a preguntarnos qué sucede con nuestro dinero una vez que lo depositamos en el banco, compramos acciones o contratamos un servicio financiero. Lejos de permanecer inmóvil, ese capital circula: financia obras, impulsa sectores productivos y sostiene actividades económicas.Pero, ¿sabemos realmente a qué proyectos está ayudando? ¿Contribuye a construir una economía más justa y sostenible o, por el contrario, alimenta prácticas que deterioran el ambiente y profundizan la exclusión?
Estas preguntas, que hasta hace no mucho tiempo parecían lejanas o reservadas a especialistas, hoy comienzan a resonar con más fuerza. Desde grandes inversores hasta consumidores cotidianos, crece el interés por saber no solo cuánto rinde una inversión, sino también qué impacto tiene en el mundo real.
En este nuevo escenario cobran especial relevancia conceptos como las finanzas sostenibles y la inversión de impacto. Aunque a menudo suelen usarse como sinónimos, no significan exactamente lo mismo. Las finanzas sostenibles funcionan como un paraguas más amplio que abarca todas aquellas decisiones financieras que, además de los indicadores económicos tradicionales, integran criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ESG, por sus siglas en inglés) en su análisis de riesgos y oportunidades. Es decir, promueve una asignación de capital más consciente, minimizando impactos negativos y anticipando desafíos como el cambio climático, la desigualdad o las malas prácticas corporativas.
La inversión de impacto, en cambio, representa un paso más. A diferencia de la mera incorporación de criterios ESG para evitar daños, la intención explícita del inversor es generar un impacto positivo y medible en la sociedad o el ambiente, sin dejar de lado el retorno financiero. Se trata de una estrategia que busca activamente resolver problemas estructurales, como la transición energética, la exclusión financiera o la inseguridad alimentaria, a través de vehículos de inversión que combinan propósito y rendimiento.
Aunque tengan sus diferencias, las dos estrategias comparten un principio en común: el capital no es neutral. La forma en que se lo gestiona puede acelerar procesos de inclusión, regeneración y transición justa, o bien perpetuar desigualdades e impactos negativos.
Un crecimiento sostenido a escala global
A nivel internacional, el crecimiento de estos enfoques es sostenido. Organismos multilaterales como el BID Invest o el Banco Mundial, redes como la Alianza Global para la Inversión de Impacto (GIIN, por sus siglas en inglés) y bancos éticos europeos han desarrollado estándares, métricas y fondos específicos para canalizar recursos hacia sectores estratégicos.
Según el informe “Sizing de Impact Investing Market 2024” publicado por GIIN a fines de 2023, más de 3.907 organizaciones gestionaban USD 1.571 trillones en activos de inversión de impacto a nivel mundial, con una fuerte presencia en áreas como salud, educación, energía limpia, vivienda asequible y agricultura sostenible. Este avance, que representa una tasa de crecimiento anual del 21% desde 2019, confirma la consolidación de este tipo de inversión como un actor central en la canalización del capital hacia soluciones sociales y ambientales.
América Latina se ha sumado a esta ola, con experiencias destacadas en Brasil, México y Colombia. Fondos especializados, fintechs con propósito social y plataformas colaborativas están abriendo nuevas posibilidades. Y, con todas sus particularidades, Argentina también empieza a dar señales positivas.
Rosario como laboratorio de innovación financiera
A escala local, varias instituciones comienzan a adoptar este “nuevo” paradigma financiero. Un ejemplo pionero es el del Banco Coinag, que impulsa desde hace algunos años su programa Coinag Sostenible. A través de esta iniciativa, el banco financia proyectos de agricultura regenerativa, energías renovables, eficiencia hídrica y ganadería sostenible, aplicando criterios de evaluación ambiental y condiciones crediticias diferenciales. Además, desarrollaron el primer plazo fijo sostenible del país, donde comprometen el uso de esos fondos exclusivamente para proyectos con impacto positivo.
Otra experiencia destacada es la del Banco Municipal de Rosario, una entidad con un fuerte arraigo territorial, que en los últimos tiempos avanzó hacia un enfoque de triple impacto. Mediante programas específicos, promueve líneas de crédito para la instalación de paneles solares, el mejoramiento de sistemas de gestión de residuos y la eficiencia energética tanto para pymes como en hogares particulares. También impulsa iniciativas de inclusión financiera, facilitando el acceso al crédito a sectores tradicionalmente excluidos y promoviendo la educación financiera como eje transversal.
Estas experiencias en nuestra ciudad demuestran que, incluso en contextos económicos complejos, es posible innovar en la gestión del capital con una mirada centrada en el desarrollo sostenible. La combinación de herramientas financieras, compromiso institucional y articulación entre distintos actores locales permite construir soluciones adaptadas a la realidad local y con potencial de escalabilidad.
Redireccionar el capital y transformar el futuro
La discusión sobre este tipo de instrumentos trasciende lo técnico o lo financiero. Frente a una crisis climática que ya no podemos seguir ignorando, y una sociedad que exige mayor coherencia entre el discurso y la acción, se vuelve urgente repensar qué modelos estamos financiando y a qué futuro estamos apostando con nuestro capital. Cada decisión -por más pequeña que parezca- representa una oportunidad concreta de transformación.
Lejos de ser un engranaje ajeno a la ciudadanía, el sistema financiero ocupa un lugar central en la transición hacia una economía baja en carbono, inclusiva y resiliente. Pero ese cambio no va a darse solo. Requiere de regulaciones claras, incentivos fiscales, mayor transparencia y, sobre todo, de una sociedad informada y exigente, capaz de preguntarse con sentido crítico: ¿quién se beneficia con mi inversión?
La oportunidad está ahí. Invertir con propósito no significa resignar ganancias, sino entender que existen otras formas de ganar. Formas que -si las elegimos con responsabilidad- pueden y deben ayudarnos a construir un futuro más justo, habitable y humano.