"Estoy 30 años más joven: me siento un pibe de 20, lo único que me falta es volver a jugar al fútbol", sorprende Fabián Ricci, el ex delantero rosarino de 50 años postrado desde hace una década por una esclerosis múltiple, a quien la solidaridad de un empresario, de varios comerciantes de los barrios Villa Urquiza, Azcuénaga y Bella Vista, de la viuda del Negro Fontanarrosa, de la concejala Daniela León, del Pami y de sus amigos de la infancia lograron hacerle un ascensor en su casa, con el que ahora puede moverse. Y, de yapa, le consiguieron una silla de ruedas eléctrica, con la que todos los días desanda en doble turno las cuatro cuadras que separan su casa del legendario Club Defensores de Villa Urquiza.
La mañana del sábado 3 de setiembre último, la mamá de un tradicional empresario rosarino leyó la historia de la movida solidaria de los amigos del Gringo Ricci en La Capital y no lo dudó, llamó por teléfono a su hijo y le dijo con su habitual tono de mandato matriarcal: "Dales una mano a estos muchachos".
"El domingo a las 8 de la mañana sonó el teléfono en casa. Le dije a mi señora que atendiera y era este empresario, que le dijo que quería colaborar con Fabián y preguntó por mí. Entonces mi señora le dio el número del Corto (su amigo Javier Torres) para que se pusiera de acuerdo con él", recuerda Fabián Ricci el comienzo de esta historia de vida con final feliz.
"Antes de que el empresario le hablara, lo llamé al Corto y le dije: «Manejá la jugada»", recuerda Ricci. El Corto Torres es, junto al Changa Jorge Barale, uno de los 20 amigos que organizaron una movida solidaria para conseguirle un humilde montacargas al Gringo para que pudiera bajar y subir de la planta alta de su casa a la planta baja de la sus padres. La iniciativa terminó con un ascensor donado por un empresario y varios comerciantes, el ofrecimiento de donación del ascensor del Negro Fontanarrosa y una silla de ruedas eléctrica, aportada por el Pami a través de la concejala Daniela León.
"La mujer del Negro Fontanarrosa quiso donarme el ascensor de él, pero como no daba la altura porque la casa es más alta, solamente pudimos usar las puertas", explica Fabián en su sencilla casa de clase media del pasaje Marconi entre Ituzaingó y Pasco, a media cuadra de la capilla Nuestra Señora de la Rocca, un barrio de mejorado en las calles y zanja en las veredas, en el corazón de Villa Urquiza.
"Cuando el Corto habló con el empresario, que nunca quiso que saliera su nombre, le pidió que le diera mi número de cuenta. Se comprometió a darnos 100 mil pesos de los 150 mil que salió todo el ascensor y nos terminó dando 125 mil pesos. Le dijo que fuera a hablar con su secretaria y le prometió que el martes iba a tener la mitad de la plata depositada en mi cuenta. El martes a la mañana le dije a mi hija que se fijara por internet si había algo en la cuenta, pero no había nada", recuerda el Gringo. "¡Papi, hay 50 mil pesos depositados!", gritó exaltada Georgina aquel mediodía.
"Esto lo empezaron hace siete años los amigos del Gringo, que lo iban a buscar para llevarlo a los asados porque no podía ni bajar de su casa. Cuando el Gringo cumplió 50 años un amigo me dijo: «Habría que conseguirle un ascensor, pero sale como dos gambas». Entonces se me ocurrió llamar al diario para pedir la nota. Así apareció este empresario dispuesto a ayudar y después la viuda de Fontanarrosa, los comerciantes del barrio y la concejala Daniel León", recuerda el Changa Barale el comienzo del sueño.
"Después lo fui a ver al Turco Manuel, de la Tienda Cinco Estrellas, de Godoy y Castellanos, que también se portó diez mil puntos porque consiguió los cien pollos, las empanadas y hasta los helados para una fiesta para 300 personas que hicimos en el Club Defensores de Villa Urquiza. Además de donar la comida, hasta se puso a atender las mesas, junto con los 20 amigos del grupo, con cuatro de ellos que hicieron de parrilleros", abunda Barale.
Gracias a la vida
Había que ver el brillo de los ojos claros y la sonrisa ancha del Gringo Ricci sentado en su flamante silla de ruedas eléctrica, en el sencillo living de su casa en la planta alta del pasaje Marconi 1956, cuando recibió a LaCapital, con su pequeño nieto Felipe en brazos.
La casa es una típica edificación de laburantes, que parece una obra en construcción permanente. "¡Changa, andá a comprar una Coca!", se agranda el Gringo, a quien todavía cargan porque hace años tuvo la mala idea de abrir una puerta hacia una habitación contigua, pero le erró tanto al cálculo que le quedó con un escalón de unos 60 centímetros. "¡Menos mal que no sos arquitecto, Narigón!", lo gastan a dúo el Changa y Pío, el hermano del barrio por su parecido, que se ríen como chicos.
"El ascensor y la silla de ruedas eléctrica me cambiaron la vida. Me levanto a las 8 y con mi viejo me subo a la silla de ruedas común y al ascensor. Bajamos, me subo a la silla de ruedas eléctrica y ya salgo para el club. Paso por la panadería de Marcelo, donde me dan un par de bizcochos y facturas -"siempre mangando" acotan el Changa y Pío, al unísono-; me paro a hablar con los vecinos que me saludan y a las 9 estoy en el Club Villa Urquiza, para tomar un cortado cuando abre", cuenta Fabián su nueva vida.
"Vuelvo al mediodía, pico algo, descanso un rato en el sillón y a la tardecita arranco de nuevo para el club", completa el Narigón, quien conduce su flamante silla de ruedas eléctrica por el medio de la calle y a contramano las cuatro cuadras que lo separan del Defensores de Villa Urquiza, por pasaje Marconi, Riobamba, Camilo Aldao, La Paz y Larrea.
Así, el Gringo cambió su de-sesperado mensaje de la primera nota, cuando decía "hay días que me quiero matar. No sabés lo es esta enfermedad. Yo vivo en un primer piso, en la casa de mis viejos: pasan los días y no puedo verlos porque no puedo bajar y ellos no pueden subir la escalera", por este sueño color esperanza, gracias a la utopía y la solidaridad de sus amigos y un puñado de empresarios, comerciantes, vecinos y dirigentes.
"Esto me cambió la vida porque antes podía bajar la escalera sentado, escalón por escalón, pero no podía subir y muchas veces no podía ver a mis viejos, que viven en la planta baja. Tengo 30 años menos: me siento como si tuviera 20 años como cuando jugaba al fútbol", confía el Gringo, que no se cansa de agradecer a todos los que le dieron una mano tanto como a sus amigos que, como reconoce, "nunca me dejaron de venir a ver".