En 1979, cuando estaba en un momento luminoso de su extensa carrera, Woody Allen dirigió una película que muchos consideran su obra maestra: “Manhattan”. Filmada en un blanco y negro genial, con el trasfondo de las melodías de Gershwin, un elenco que lo tiene como protagonista principal incluye también a la bellísima (y jovencísima) Mariel Hemingway, Diane Keaton y Michael Murphy, además de una breve aparición de una actriz que aún no había alcanzado la celebridad, Meryl Streep. Toda “Manhattan” está llena de momentos inolvidables, pero poco tiempo atrás surgió vívida en mi memoria la escena en que Allen, recostado en un diván y monologando frente a un grabador, se propone nombrar aquellas cosas que hacen que la vida valga la pena. Y empieza: “Podría decir que Groucho Marx, por nombrar a alguien… Y Jimmy Connors… Y el segundo movimiento de la Sinfonía «Júpiter»… Y Louis Armstrong y su grabación de «Potato Head Blues»… Y algunas películas suecas, claro… Y «La educación sentimental», de Flaubert… Marlon Brando… Frank Sinatra… Esas increíbles manzanas y peras de Cézanne… Los mariscos de Sam Wo… Y la cara de Tracy” (Tracy es el personaje de Mariel Hemingway).
La maravillosa lista que Allen propone, que incluye desde grandes actores a un tenista magistral pasando por Mozart y llegando al jazz, sin soslayar la gran literatura y la mejor pintura, desemboca en la mención del rostro del amor como justificación central del hecho de estar aquí, respirando y envejeciendo. La pregunta es, claro, cuál sería nuestra propia lista: qué o a quiénes nombraríamos para dar razones de nuestra presencia en el mundo. ¿Se anima a hacerlo usted, lectora, lector? Nunca viene mal bucear en aquello que nos ilumina.
Pruebo yo mismo a escribir una, adoptando los rubros que fijó el buen Woody. A ver: con Groucho Marx coincido, pero yo incluiría a Curly Howard, por la inmensa nostalgia que me provocan aquellas mañanas de la infancia en que veíamos, en las pesadas tevés de la época, “El show de los Tres Chiflados”. En lugar de Jimmy Connors (enorme jugador de ataque a quien siempre preferí sobre Guillermo Vilas o Björn Borg), yo incluiría a Roger Federer. Si hablamos de Mozart, yo me quedaría con el Concierto para Piano y Orquesta Nº 9, “Jeunehomme”, pero no me privaría de mencionar las tres últimas sonatas para piano de Beethoven. No habría nada vinculado al jazz en mi lista, pero sí al tango (“A Homero”, de Troilo y Cátulo Castillo, cantado por Goyeneche) y rock (“Absolute Beginners”, de Bowie, o “Not Dark Yet”, de Dylan). Me aburre inmensamente Flaubert y optaría por “Las palmeras salvajes”, de Faulkner, con aquella frase final: “Entre la pena y la nada, elijo la pena”. No me cae bien Brando y en su sitio ubicaría a Bogart. A Bergman lo reemplazaría por Truffaut, Visconti o Fellini. Los “mariscos de Sam Wo” podrían ser sustituidos por una fugazza con queso y un moscato en la Santa María, y “el rostro de Tracy” por los de mi mujer y mis hijas.
Con una antigua novia nos divertíamos construyendo listas. Era normal que en el tedio de un largo viaje en colectivo nos pusiéramos a elaborar una con “canciones con nombre de mujer” (“Michelle”, “María”, “Malena”, “Bess, You Is My Woman Now”, “Penélope”, “Lucía”, “Mathilde”, “Mrs. Robinson”, “Angie” y así hasta el infinito), por ejemplo. Recuerdo que una vez armamos una con “grupos de rock que produjeron un solo gran éxito y después cayeron en el olvido”. Un ejemplo es The Knack y su clásico “My Sharona”, que trepó al número uno del ranking antes de que la banda pasara a un eterno limbo.
La vida, en el fondo, consiste solo en enumeraciones hasta que un día la cifra deja de crecer. Y entonces la lista termina. Pero la pregunta que más inquieta, sin embargo, es otra: ¿en qué listas estaremos incluidos? ¿Quién escribirá nuestro nombre —si es que alguien lo hace—en la suya? ¿O apenas formaremos parte de esas nóminas tristes que se construyen sin que nadie se entere, y en la que constan nuestras preferencias en el rol de consumidores? Confiemos en que no.