“Todo hombre es una isla” se oye en la banda sonora de “Signos”. Y el tema de Daniel Flores & The Rumba Box nunca tomó tanto sentido como en el capítulo final. Antonio Cruz, el médico devenido en asesino serial, mostró su versión más enajenada y mística, en otra interpretación magistral de Julio Chávez. La muerte, a manos de su hermana María Laura (sublime rol de Claudia Fontán), le puso el broche a una miniserie que fue de lo mejor que ofreció la televisión de aire en este año.
La historia de 16 capítulos firmada por Leandro Calderone y Carolina Aguirre alcanzó en su última emisión los 11.1 puntos de rating, según Ibope, con lo que superó las mediciones anteriores y ratificó la fidelidad de los televidentes. Esos que generalmente no hacen zapping cuando ven en la pantalla un cuento con personajes cercanos e identificables, sean más o menos siniestros.
Sin la crueldad y la sangre de otros capítulos, el desenlace apostó a la tensión. Especialmente cuando los dos hijos de María Laura entraron en el plan macabro de Antonio, que se escapó de la cárcel con una idea fija.
En una suerte de delirio místico, y con el objetivo de vivir por siempre junto sus seres queridos, secuestró a su hermana y sus sobrinos para que los cuatro pasen al más allá convertidos en estrellas en el firmamento.
Refugiado en un aguantadero, provisto por la mujer de un convicto amigo (convertida posteriormente en su última víctima), Antonio quiso tener una última cena con su familia.
Claro, nadie tenía hambre, excepto él. Los momentos de violencia verbal y física hacia sus sobrinos, para que coman, hicieron temblar la pantalla.
María Laura, con un gesto sufrido, le dijo una y mil veces que sus compañeros policías lo iban a venir a buscar.
Se percibía que pese al mal que le provocó, con el asesinato del padre de sus hijos incluido, ella quería causarle el menor daño posible a su hermano, quien no dejaba de manipularla y hostigarla.
Pero llegó una coyuntura que la obligó a tomar una decisión que jamás habría deseado e imaginado.
Cuando la policía llegó al lugar, un descampado algo retirado del pueblo de Penitentes, Antonio baleó a un agente y esa distracción le permitió a ella golpearlo con un jarrón en la cabeza y ganar tiempo para que se escapen sus hijos.
Tras asistir al oficial, que estaba desparramado en el piso del hall de la casa, María Laura entró con un arma para ponerle el fin a esta historia.
En un capítulo anterior, Antonio le había susurrado “matame” cuando se lo llevaron preso. En esa oportunidad no le hizo caso. Pero ahora estaba obligada.
Intentó hasta último momento para que se entregara, pero cuando él la apuntó con el arma, ella priorizó su vida y le disparó al cuello. El insistió en que jamás le hubiese hecho daño a sus sobrinos y entre un llanto quebrado murió en los brazos de su hermana. Por un segundo volvieron a ser los hermanos que se cuidaban en la infancia.
La escena final en el cementerio fue impecable. María Laura y sus hijos visitaban una tumba, pero no era la de Antonio, sino la de Pablo (Alberto Ajaka), su gran amor. En un repaso por las víctimas que mes a mes sacudieron la paz de Penitentes, divisaron la tumba de Antonio. Los chicos la miraron con dolor y siguieron su vida, jugando, rápidamente pasaron a otra cosa. Ella los dejó en el auto y bajó sola a despedir a su hermano. La sonrisa con la que cerró la escena mostró que, para su mente y su corazón, se guardaba la parte más sana del temible villano.
A veces menos es más, se suele decir en lo referido a los recursos expresivos. Y quedó demostrado en ese gesto. Un pequeño gesto para una gran historia.