Sábado de sol. Tarde de reconciliación. Nos besábamos como si nunca lo hubiéramos hecho antes o más bien sabiendo que ambos habíamos temido no volver a encontrarnos. El parque estaba lleno de gente. Un nene tenía la boca y la remera bañada del helado que seguía derritiéndose sin prisa. Había cola en el carrito de panchos. No tanto por los panchos como por la Coca. Casi al lado nuestro, una pareja se reía. Ella se tocaba el pelo y él seguía tirando chistes que le estaban dando resultado. Milo corría libre esquivando a unos y otros. De tanto en tanto se reportaba y me tocaba con su hocico frío para recordarme que estaba allí. Casi parecía tener celos de mi novia a quien no había visto por un largo tiempo. Yo lo palmeaba y le tiraba su chiche. Milo corría a buscarlo. Ella y yo volvíamos a lo nuestro, ávidos de abrazos.
Sábado de peligro. Tarde de infierno. Sentí un grito. No de una sino de varias personas a la vez. Seguí sus miradas que apuntaban a la barranca y vi a Milo tirado cuan largo era. Corrí barranca abajo como endemoniado. Tantos años de hacer equilibrio en el skate tenían que servir para algo. En ese momento no pensé nada. Sólo quería llegar hasta Milo y salvarlo. Tropecé y rodé, pero logré seguir bajando aferrándome a los matorrales. No me había dado cuenta de que la pendiente era tan vertical. Llegué hasta mi perro y escuché un gemido apenas audible. No se movía. Se lo veía superlastimado, pero estaba vivo. ¿Cómo no me acordé de que este tipo de accidentes sucedían con bastante frecuencia en el Parque España? Había oído varias historias de perros que se habían “suicidado” en ese balcón que da al río. Aparentemente hay una explicación científica. Una especie de espejismo que encandila a los perros haciéndoles confundir el vacío con tierra firme.
Sábado de angustia. Tarde de decepción. Milo es grande como un ternero, pero lo alcé y comencé el ascenso con él en brazos. Miré hacia arriba. Me pareció que eran más o menos veinte metros. La tarea era imposible. Había mucha gente asomada, mirando la escena. Grité. Pedí ayuda. Nadie se movió. Distinguí a mi novia. Ella lloraba desconsolada, pero se la veía paralizada. Me di cuenta de que estaba solo. Ya había llegado hasta ahí. Tenía que subirlo y lo hice. Cuando estaba al borde de mis fuerzas y sentí que me iba a desbarrancar con todo el peso del perro sobre mí, escuché la sirena de los bomberos —algún lúcido los había llamado—. Me ayudaron en los últimos metros. Toda la gente del parque, que antes me había parecido simpática, se había vuelto hostil para mí. Es cierto que era mi perro y que mi arrojo había sido temerario, pero yo no podía comprenderlo en ese momento. Sólo sentía que cuando necesitaba una mano, nadie me la dio.
Sábado de consultorio. Tarde de operación. Los bomberos me acercaron hasta un consultorio veterinario que atendía urgencias. El profesional que revisó a Milo movía la cabeza de un lado a otro en un claro gesto de desesperanza. Parecía hasta enojado conmigo por haberlo llevado hasta allí en lugar de dejarlo morir junto al río, pero Milo no pensaba igual. Seguía gimiendo de dolor, sus ojos fijos en mí. Nunca apartaba la mirada. Me rogaba que no lo dejara solo. Yo no lo hice hasta que lo durmieron y el veterinario me dijo que iban a intentar operarlo. Usó el verbo “intentar”. A mí me pareció un término desafortunado. Sus palabras eran pesimistas, como desganadas. Me dijo que aun si se salvaba, era posible que no pudiera caminar nunca más. Tenía las dos patas delanteras quebradas y una tremenda inflamación en el pecho, casi como una pelota de fútbol. Le hicieron una ecografía y vieron que había una hemorragia interna que era necesario parar de inmediato. Me pidieron que me retirara. Yo no lo hice hasta asegurarme de que Milo dormía. Fui a la sala de espera donde estaba mi novia con todo el rímel corrido de tanto llorar. La abracé y ahí me di cuenta de que a mí también me dolía el cuerpo. Estaba magullado y raspado por todos lados. Sucio hasta lo indecible. ¿Cómo no me iban a pedir que abandone el quirófano?
Sábado de incertidumbre. Noche de insomnio. La operación demoró una eternidad. Cuando terminó, el veterinario me dijo que Milo debía quedarse allí a pasar la noche, que nada podíamos hacer. Me aseguró que lo iban a monitorear cada media hora. Yo le vi tanto cansancio en los ojos chiquitos y la frente arrugada que no creí que fuera posible, pero su ayudante, la que lo había asistido en la operación, me reconfortó. Me dijo que Milo había superado un momento muy difícil. “Igual que las personas, hay animales que no se dejan vencer fácilmente”. Esas palabras sí las tomé y de ellas me aferré para irme a casa. Antes dejé a Lucila en la suya. Yo necesitaba ordenar mis ideas. Quedarme solo y pensar. Me di una ducha interminable, tomé un par de aspirinas para mitigar el dolor de los moretones que tenía desparramados por todo el cuerpo y después me acosté. Primero boca arriba, después sobre el lado izquierdo mirando la mesita de luz y la ventana. Volví a girar, esta vez a la derecha y percibí el vacío en el otro lado de la cama, pero no quería llenarlo. No podía imaginarme a Lucila allí. Me levanté y fui a chequear la cucha de Milo por costumbre, como autómata. Volví a la cama y así seguí deambulando por las tinieblas del miedo el resto de la noche.
Domingo de dolor. Mañana de vendas y yesos. Así lo encontré. Aún dormía sobre su costado, casi en la misma posición en que había yacido después de caer barranca abajo. No vi al veterinario que lo había operado, sí a su ayudante. Supe que se llamaba Verónica y que estaba recién recibida. Me dijo que ahora era cuestión de tener mucha paciencia y esperar a ver cómo iba respondiendo Milo. Tenía puesto un suero. Le estaban suministrando calmantes y antibióticos. Yo recuperé la fe. Creía firmemente que mi perro se iba a salvar, pero ya en ese momento empecé a dudar sobre mi relación con Lucila. Me sentía culpable por mi distracción y, en algún punto, también la culpaba a ella por haber acaparado toda mi atención. Sabía que era ilógico e injusto, pero es lo que sentía y mi corazón no se equivocó. Lucila y yo nos volvimos a separar. Milo se recuperó y no sólo volvió a caminar. Casi parece el de antes. Vero y yo lo paseamos juntos todos los días. Milo la adora y yo también. Sólo resiento la injusticia de que su hocico la busca más a ella que a mí, como si yo fuera el intruso. Lucila sigue llamándome. Yo atiendo por cortesía. Vero lo sabe y no le importa. Me dice que ya se le va a pasar y yo le creo. Igual que le creí la noche en que la conocí y nunca más pude sacármela de la cabeza.