“¿Ustedes están buscando quilombo? ¿Están esperando que se arme quilombo para sacar fotos?
A la salida por ahí se arma. O capaz que en un rato”?
Manuel tiene 12 años, pero parece de menos: con suerte alcanza el metro de estatura. Hasta
las 5 de la mañana, cuenta, cuida autos en esa zona, frente al complejo Séptimo Cielo, donde está
el boliche que “se pone” los viernes de noche. Falta media hora para las 2.
En el Paseo Ribereño, pasando Gallo unos metros, cientos de adolescentes se concentran frente
a la puerta del lugar. Los encargados de seguridad hacen su trabajo y miran a todos con gesto
hosco. Los chicos se dedican a sus cosas: hay mucho celular en mano, muchos diálogos de oraciones
unimembres y mucha excitación; hay chicas que corretean con pasos cortos y tacos altos y algunos
adolescentes que tratan de mostrar (o al menos simular) frente a los otros que están muy borrachos.
Un pibe que quiere entrar le muestra una tarjeta a uno de los patovicas. “¿A vos quién
te dio esto? ¿Quién te dio esta tarjeta?”, le pregunta el tipo. “Yo no te puedo dejar
entrar si no sé quien te la dio”. El chico lo mira con cara de ruego, y no dice nada. La
noche es para mayores de 18, pero los que no llegan a esa edad apelan a cualquier recurso para
entrar, cuenta un guardia. Hacen hasta fotocopias de documentos de otros. “Sí, este es el
boliche del viernes. Entre las 3 y las 4 de la mañana tenés los dos patios llenos”, explica
Germán Urán, el Relaciones Públicas del complejo, pero se apura a aclarar que los sábados sólo
trabajan con mayores de 23, que es “mejor terreno”: “Gente que labura, gente que
realmente aprecia el boliche, y que ya sale con otra mentalidad totalmente diferente a los más
chicos que por ahí no miden bien las consecuencias de las cosas, el alcohol y demás”.
Afuera, desde sus 90 centímetros, Manuel describe el movimiento en la zona: “Este
boliche se llena, porque los que salen de los otros boliches se vienen para acá. Después los
pendejos que no entran por ahí se enojan, vienen borrachos y buscan la bronca”.
Paso a paso. Los días de verano, en esa franja de la costanera que va desde la bajada Puccio
hasta un poco más allá de Gallo, el movimiento comienza aproximadamente después de las 23, con la
gente que va a “comer algo” a los lugares de la zona. “A partir de la medianoche,
empieza a bajar más gente a tomar algo. Ahí, en el drugstore, que ahora está clausurado, a las
23.30 ya hay gente tomando cerveza”, cuenta Gastón Fernández, uno de los Relaciones Públicas
de La Bajada, el boliche de Puccio y la costanera “donde tienen lugar los que les gusta el
rock”. Y la “movida general es entre las 1.30 y las 2.30, porque las invitaciones son
hasta las 2.30, 3 de la mañana. Entonces la gente baja masivamente tipo 1.30, y se va para los
lugares que les corresponden”.
Una semana agitada. La noche del viernes 4 de diciembre, tal vez por el frío o por las
vacaciones, o por las noticias sobre el joven ahogado y las palometas feroces, o por todo eso
junto, el movimiento que comienza en Puccio es menor que el de otras noches. A la 1, sobre el lado
de la playa, apenas si se divierte un grupo de amigos en una despedida de soltero, delante de la
combi de escolares en la que se transportan. El que despide su soltería no tiene puesta más que una
especie de tanga, y posa en medio de la costanera ante la insistencia de sus amigos, tapándose los
genitales con una lata de cerveza. Todos ríen. La pasan bien. Cada tanto circula un grupo de
adolescentes producidas, y uno les pide: “Chicas, una fotito”. Un grupito accede; posan
con el casi casado, y siguen su camino en dirección hacia la Rambla Catalunya.
Por la vereda de los bares y los boliches el movimiento ya se apoderó de la calle. Grupos
grandes y pequeños de varones y de mujeres, por separado, caminan desde un extremo a otro las tres
cuadras en las que está concentrado el movimiento. Cada uno, en su intento por diferenciarse del
resto, cumple acabadamente con alguno de los estereotipos estipulados para la mayoría de los
adolescentes. Están los “más vivos”, que van por la calle golpeando alguna cosa o
gritando su “locura”; están los grupos de chicas que avanzan cantando para llamar la
atención; están “los grandes que vienen a buscar pendejas”; están los que aceleran
inútilmente sus autos estacionados. La calle es de ellos. Cada ciudad del mundo tiene su zona
gobernada por el espíritu adolescente: una edad en la que tal vez nada importa más que la
notoriedad que puedan extraer de una noche de boliche, y en la que se desconoce el significado de
la palabra “consecuencia”.
Aunque el movimiento es constante durante la temporada estival, la primera quincena de enero
“es más floja” comparada con diciembre y con lo que sucede a partir de la segunda
quincena, explican los relaciones públicas de los boliches.
Ir y venir. Además, señala Fernández, desde que la Línea de la Costa funciona sólo hasta las
22: “Hay muchos que lo piensan muchísimo antes de venir, porque el colectivo los deja arriba,
y Puccio de noche es peligrosa con los robos. Aparte, no es lo mismo pagar 1,50 que un taxi de 10
pesos hasta el centro. Eso influye mucho en el bolsillo de los más chicos. Con los más grandes por
ahí no hay problema. A los más chicos la cosa se les complica bastante. Acá conseguís taxis, pero
si no salís a la hora pico porque después no hay más. Tipo 4.30 ya se complica”.
Por eso, tal vez, la noche termina prematuramente para algunos: antes de las 4, frente al
boliche La Bajada, un auto se detiene y espera. A los poco minutos aparecen dos chicos y se suben
al auto. Sus padres arrancan. Será hasta el próximo fin de semana.