El retorno del cuerpo físico a la escena pública en la escuela, tras aquel breve pero duro intermezzo de años de confinamiento, difieren bastante de las imágenes románticas o romantizadas de películas sobre héroes y heroínas. Allí, lo épico suele cooptar y desbordar cada instante de la narración, como modo de asegurar el pulso que va anticipando y vaticinando algún regreso o despedida triunfal. Al igual que ocurre en séptimo grado, cuando se traspasa la bandera entre los que se “van y los que quedan” como marca simbólica de complicidad, identidad y de continuidad institucional, aunque el mensaje que en los últimos años pareciera que se busca adosarle a la escuela es la ratificación del traspaso de una sociedad del disciplinamiento y de control, a la del imperativo del rendimiento escolar.
Valiéndonos de que venimos de ganar un Mundial de Fútbol, a diferencia de eso que suelen cantar las tribunas referido a que “no importa en qué cancha juguemos”, las condiciones tanto materiales como políticas que hacen a la escolaridad y a la escuela sí importan y no pueden sucederse de cualquier manera o a cualquier costo. El sujeto expuesto y resocializado en relación a un discurso imperativo que exige constantemente tener que rendir, muchas veces no encuentra otra salida que autopercibirse como desacatado, incapaz, angustiado o extenuado. O sencillamente, siente que a veces no puede, ni podrá nunca, ante una demanda sin fin. Inclusive el propio sistema educativo, junto al margen de maniobras de interacción y de autonomía relativa de las escuelas —entendidas históricamente como parte de un dispositivo estatal para la recreación de una huella distinta a lo vivenciado o padecido por la desigualdad del afuera—, cada vez más están siendo objeto de lucha de una creciente examinación y cuestionamiento político.
En este sentido, la pospandemia también fue funcional para el refuerzo de un imaginario prescriptivo e imperativo de poscontrol social (frecuentemente también familiar), económico, político, cultural y de género hacia la escuela. Y este control está sujetado en forma directa a confundir las formas o maneras lícitas de aprender a superar la adversidad, con aprovechar para naturalizar y establecer mecanismos de rendimiento, para asumir la resignación o la autoexplotación.
De esta manera, podríamos representar, limitar o reducir las condiciones climáticas de calor a un efecto meteorológico inusual y excesivo, que irían afectando a la falta de luz y agua ante la gran demanda por la ciudad. Los contrafuegos allí y acá están entre ambos lados de la orilla, sumándose otras variables distintas como las formas de violencia casi constantes que impactan de lleno en la vida de los hogares y de las escuelas, o los impedimentos para arribar seguros y a horario, entre otros factores comprendidos como meros conjuntos inconexos y particulares de adversidades que poco o nada tendrían que ver con el origen social y pedagógico de lo escolar. Sin importar qué suceda, el mensaje parece ser el siguiente: al igual que una renta, debemos rendir.
"El sujeto expuesto a un discurso que exige tener que rendir no encuentra otra salida que percibirse como desacatado, angustiado o extenuado" "El sujeto expuesto a un discurso que exige tener que rendir no encuentra otra salida que percibirse como desacatado, angustiado o extenuado"
La cultura del rendimiento
Sin embargo, si intentáramos ofrecer una mirada alternativa, situada y transversal para interrumpir esa desconexión anterior, sería prudente recordar que el rendimiento no deroga a la rendición, y que la rendición no implica necesariamente no rendimiento. De allí la importancia de que la escuela invariablemente interrogue, indague, identifique y detecte, cuestionando aquellos principios de doblegación y de exigencia en sus modos de actuar, intervenir y de venerar. Más aún, cuando aquellos sujetos en contexto de aprendizaje, que pueden recuperarse en forma más rápida frente a determinadas calamidades o estar a la altura de la exigencia de aquel rendimiento pedagógico socialmente impuesto, suelen ser generalmente los mismos. Esto es, aquellas infancias que, por ejemplo, pueden dar batalla al extremo del calor y del frío cuando un clima es hoguera, ya sea en piletas, calefaccionados o con equipos de aire acondicionado. Y en sus propias casas. Que duermen bien abrigados e hidratados, amparados con frutas, con acceso a agua fresca potable, salud e higiene. Quienes tienen otro registro del sol, asociado más con lo lúdico del tiempo libre y no exclusivamente en su papel de ogro. O, simplemente, en donde uno no se acostumbre nuevamente a la idea de que “los amigos del barrio”, ni la persona que amas, vecinos compañeros de banco pueden ser asesinados, desaparecer.
Por eso, algo muy diferente ocurre con los sujetos y colectivos despoblados de gran parte de aquello. Incluso hasta de caminos seguros o hasta de la propia seguridad tanto para llegar como para permanecer en la escuela. Sin embargo, el imperativo del rendimiento no se rinde. Se sigue imponiendo y hasta justificando. Y al hacerlo va generando en las infancias, al igual que en la población docente, aquello que parafraseando al filósofo coreano Byung-Chul Han podríamos definir como una escolaridad del cansancio. En donde la preparación para ir y estar en la escuela pareciera estar más vinculada a una nueva forma específica de sobrevivencia y sobreentrenamiento, pero a costa del agotamiento físico y mental. Como representante de este nuevo ethos conformado por la irrupción permanente y constante de distintos nuevos tipos de alertas. Y que, de ninguna manera, se permitiría extender la idea general de que, a causa de las mismas, pueda ser posible cuestionar las formas de maximización sometidas a ese tipo de condiciones, poniendo en tela de juicio el paradigma del rendimiento escolar: que rindan los que rinden.
Por un tiempo no apurado
El riesgo de aceptación de dicha imposición proveniente de algunos sectores como registro único y legítimo para pensar la vida social, política y escolar podría hacer de esta nueva escuela pospandémica un caldo de cultivo para la naturalización y maximización de un mero agregado de horas sin tiempo. O, de la misma manera, para la amplificación de espacios sin vida. Esto cuando su destino expuesto tuviera que ver únicamente con estar al servicio del rendimiento exclusivo. Es decir, como amplificación vacía de la hiperactividad sin la ética del cuidado que exige la otredad y nuestra obligación de reconectar las condiciones de vida en la escuela.
En uno de nuestros primeros trabajos que intentaban reflexionar in situ sobre el arribo de la pandemia en tiempo real, sosteníamos que, tal como la famosa canción de María Elena Walsh, quizás era el momento histórico preciso para desear y exigir la búsqueda de un “un tiempo no apurado”. Tiempo de jugar. Y que de ninguna manera entraba en conflicto con poder pensar, sentir, compartir, aprender, estudiar, preocuparse, contemplar, apaciguar, sumar y rendir. Pero rendir sin claudicar. Y ese tiempo de vida compartida en las escuelas puede y debe seguir haciendo honor a sus propios protagonistas, historia y actores. Puede y debe seguir apostando siempre a un tipo de vida y a un tipo de tiempo mejor.
(*) Doctor en ciencias de la educación (UNR)