Furioso con los "traidores" que lo han abandonado, como el líder de los republicanos en el Senado, Mitch McConnell, pero también con aliados que, según él, no lo han defendido con suficiente vigor, como la presentadora de Fox Laura Ingraham, Donald Trump está viviendo sus últimos días en una Casa Blanca semidesierta, en un creciente aislamiento. Con una agenda de gobierno vacía, incapaz de escribir, como de costumbre, cientos de tuits porque fue expulsado de Twitter, el presidente pasa su tiempo al teléfono, siguiendo los programas de televisión política y estudiando la venganza contra aquellos que le han dado la espalda o no han obtenido los resultados prometidos.
El caso más grotesco es el de Rudy Giuliani. El ex alcalde de Nueva York, ahora su abogado personal que, en un intento de anular el resultado de las elecciones, ha llevado a cabo batallas legales tan obstinadas como incoherentes, con aspectos incluso cómicos, no será pagado: Trump ha ordenado la suspensión del pago de su tarifa de 20.000 dólares al día y ha dicho que quiere examinar personalmente todos los reembolsos de gastos.
Parecen los últimos días de la trágica caída de un imperio. La fase del líder atrincherado en el búnker con los últimos fieles también ha sido superada: incluso los pocos que han permanecido fieles no pueden esperar a que todo termine. El día del inicio del segundo juicio político, Trump fue convencido por su hija Ivanka, su yerno Jared Kushner, el jefe de gabinete adjunto Dan Scavino y el vicepresidente Mike Pence (con quien reanudó sus conversaciones tras la ruptura de los últimos días) de que grabara un vídeo en el que invita a los rebeldes que incitó la semana pasada a no cometer actos de violencia o ilegales. Habla de la reunificación del país y la pacificación en un lenguaje que suena como el de Biden, no el suyo propio. Y nunca menciona el impeachment. Pero en privado sigue diciendo que le robaron las elecciones y que Biden será un presidente ilegítimo.
Trump empieza a darse cuenta de que pronto tendrá que enfrentarse también a otros problemas: el impeachment que, si un grupo de senadores republicanos se vuelve en su contra, podría costarle la chance de volver a presentarse en 2024 y la pérdida de todos los beneficios de los que disfrutan los ex presidentes, empezando por la seguridad. Pero lo que más quiere Trump es recuperar su cuenta de Twitter. Su traslado a la minoritaria red Parler fue frustrado por el apagón de esa plataforma y Kushner y otros le han aconsejado no entrar en ese mundo oscuro.
También hay problemas financieros por delante (incluso el Deutsche Bank, uno de los últimos financistas de su grupo empresario, ha roto con él) y problemas judiciales, con acusaciones de incitación a disturbios violentos que han causado muertes, que se suman a los que, desde la evasión fiscal hasta la violación de las normas sobre el uso de los fondos electorales, ya están listos para convertirse en procedimientos civiles y penales tan pronto como pierda su inmunidad presidencial el próximo miércoles. También espera el caso de las presiones, claramente ilícitas, que ejerció sobre un alto funcionario de Georgia para que le "encontrara" 11.700 votos, que por supuesto nunca existieron. Problemas que no serán eliminados ni siquiera por un posible "auto-perdón".
Parece la historia de un líder que ha caído definitivamente, ya condenado por la historia. Pero no es así. Jason Miller, el más extremista y leal de sus ayudantes, argumenta que Trump está aislado en Washington pero no en el país. Después de sus típicas expresiones amenazantes hacia los republicanos que votaron por la impugnación, Miller dice una cosa que es cierta: Trump sigue disfrutando de un amplio consenso en los EEUU del interior conservador. Las encuestas dicen que, a pesar de haber avivado el fuego de la revuelta que llevó al asalto al Congreso, el 64% de los republicanos siguen aprobando su comportamiento y el 57% todavía quieren que sea el candidato presidencial de 2024. Todo un dilema para los republicanos.