En 2004 el cine de Hollywood estrenó Como si fuera la primera vez (50 first dates), una comedia romántica que narra las desavenencias y desencuentros entre una profesora de arte (Drew Barrymore) y un biólogo marino (Adam Sandler). El argumento ahonda en los obstáculos cotidianos sufridos por el personaje que interpreta Barrymore a causa de un accidente automovilístico, que la lleva a padecer una especial forma de síndrome: no puede trasladar la memoria de corto plazo —la inmediata, cotidiana— a un registro largo y duradero. Cada mañana la joven se despierta en blanco, no recordando nada de lo que pasó el día anterior.
De esta manera, los esfuerzos de la trama —junto a la de los protagonistas— están puestos al servicio de ubicar dos tensiones como marcas narrativas bien diferenciadas: la primera, la de la familia de la chica, actuando a favor de una simulación que le permita alojar únicamente el presente. Como modo resignado para mitigar la angustia, una anestesia o límite capaz de favorecer el olvido ante la imposibilidad de recordar el pasado inmediato y simbolizar cualquier idea de un futuro historizado. La segunda, la historia del enamorado, quien decidirá invertir esos esfuerzos en forma contraria, destinando la mayor parte de su vida para tratar de generar recursos que le permitan, opuestamente, activar la memoria. Lo anterior conduce a que la misma vaya girando, desde un lugar fragmentado, estancado y pasivo, hacia el desafío de un nuevo ejercicio político. Ahora omnipresente, dinámico e incesante, desplazando aquel lugar inmóvil para retransformarlo en el recurso vital y transversal de todo el argumento de la historia.
Pasando sin vueltas al marco de los acontecimientos políticos que asedian tanto a la escuela pública como a nuestro país —en relación a los debates y tensiones sobre el proceso electoral—, la película quizás pueda servirnos metafóricamente para habilitar ciertas discusiones que tienen la voluntad de recrear ambos universos: el inmediato y el de largo alcance. En este caso, referidos a los lazos a través de los cuales los sujetos construimos y aportamos a la conformación de la república (cosa/casa pública).
“En tan críticas circunstancias todo ciudadano está obligado a comunicar sus luces y sus conocimientos”, decía Mariano Moreno sobre El contrato social, de Rousseau. En 1811 el Cabildo de la Ciudad de Buenos Aires rechazó sin embargo la propuesta formulada por el abogado y político rioplatense —representante de la Primera Junta— para imponer como lectura obligatoria en las escuelas esta obra del pensador nacido en Suiza. Texto que el mismo Moreno había traducido del francés al español. Lo interesante de este proceso no debe ser leído desde su limitación didáctica ni curricular, sino poder ubicarlo como gesto político: buscaba irrumpir, desde una nueva idea, en la generación de un marco regulatorio en germen. Destinado a forjar y disputar nuevas identidades para lo que conformaría, bastante tiempo después, la naturaleza del sistema educativo.
En este sentido, pareciera que Mariano Moreno se adelantó en ciertos aspectos al italiano Antonio Gramsci, visualizando en la potencialidad implícita del trabajo en las escuelas un nuevo punto cero en donde comenzar a debatir y a construir otros circuitos culturales, para que la emergencia de un nuevo proyecto de contrahegemonías sea posible. Un primer engranaje al servicio de lo revolucionario. Un intento para que tenga lugar una abierta discusión política dentro del aula.
También sabemos que posiblemente en ese pacto quizás no hubiesen estado tampoco visibilizadas todas las discusiones que aún hoy siguen ausentes y postergadas. Como la doble pregunta por la naturaleza del para quiénes son representativos los conocimientos que transmitimos y acerca de quiénes son los dueños genuinos de estas tierras al momento de intentar llevar a cabo aquel contrato.
Sin embargo, igual que ayer, trasladar la urgencia de un debate acerca de qué tipo de presente buscamos para moldear un futuro en las aulas suele ser confundido y significarse como adoctrinamiento. De allí que los sueños de Moreno, como si de la gran Alfonsina se tratara, se duermen —o los durmieron— en las profundas aguas de la inmortalidad de los recuerdos.
Habilitar la pregunta acerca de por qué como docentes nos sigue costando establecer reconexiones entre historia, ética y política, para a partir del aula reobservar también el presente, parece enfrentarnos al dilema de tener que elegir entre un registro corto o largo para habitar la historia, al igual que la misma dificultad que expone la trama que la película de Barrymore y Sandler. Entonces nos preguntamos: ¿a dónde van dirigidos nuestros esfuerzos? ¿cómo puede explicarse —pedagógica y culturalmente— la irrupción discursiva de un fenómeno político que busca legitimar socialmente la posibilidad de que tengamos que debatir y enfrentar las debacles de un sistema de vouchers?
Sin saber las respuestas del todo, quizás sea necesario advertir —o dejar entrever— cómo la esfera económica es la que finalmente termina no solo regulando la esfera pública, sino gobernando muchas veces la reproducción de subjetividad social y política. La ilusión de ser portador de un voucher pareciera promover o reconectarse a la falsa idea de poseer algo del negado patrimonio propio. En un mundo marcado por la desigualdad, el voucher se revela, emulando a Marx, como “el suspiro de la criatura agobiada”. La protesta contra determinadas formas de miseria. Pero es necesario advertir la peligrosidad dada en este canto de sirenas aspiracional, en donde el sujeto cree poder acceder, elegir, consumir y liberarse.
En ese sentido, podríamos afirmar que el voucher es “el opio del sistema educativo de los pueblos”. De allí el desafío de redoblar todos los esfuerzos para comprender el inédito y vigente registro histórico que sigue ocupando la educación argentina en nuestra historia social y política, en un mundo cada vez más deshumanizado. Debiendo la comunidad educativa debatir dentro y fuera del aula para aprender a trascender y buscar más allá de las legítimas carencias o las propias urgencias meramente individuales.
La educación pública, aún con sus insuficiencias y limitaciones, sigue dando cuenta de una esperanza y de un estado de ánimo público. Nos habla de un mundo con corazón. Por eso, y para eso, enseñamos y aprendemos, que no queremos, podemos ni debemos dejar que la escuela, nuestras historias y luchas colectivas, se hagan cenizas.