En el primer libro de la mundialmente exitosa saga literaria de Harry Potter, personaje creado por la escritora J. K. Rowling, se describe una situación fantástica y trasladable, si se permite una amplia abstracción, a la realidad argentina. Harry debía tomar el tren "El Expreso de Hogwarts" desde la estación King's Cross, en Londres, para viajar a un colegio de magia donde estudiaría durante los próximos años. El andén desde donde partía el tren era el número 9 ¾, ubicado entre el 9 y 10 pero que sólo era visible para quienes tenían cualidades especiales. El resto de la población no veía ni el andén ni el tren, que eran sólo una creación mágica.
La Argentina, según lo ocurrido en la semana que pasó y que por obra del azar se diluyó parcialmente por el feriado largo que termina pasado mañana, se asemeja al tren fantástico de Harry Potter. Pocos la ven, no se sabe de dónde sale y se encamina a un destino desconocido, plagado de incertidumbre. Y no es un problema del maquinista actual, sino de todos los que intentaron conducirlo desde hace 88 años, cuando militares facciosos y civiles entusiastas quebraron el orden institucional por primera vez para echar del gobierno a Hipólito Yrigoyen. Fue el comienzo, para ponerle una fecha de partida, de una lenta decadencia que todavía no encontró fondo pero que en tiempos históricos es sólo un soplo, porque no ha cumplido ni siquiera un siglo de antigüedad. Todo esto suena a mala noticia: la recuperación de la Argentina podría demandar varias generaciones en caso de que se comience hoy mismo a revertir todos los modelos que nos han llevado a esta degradación. ¿Estamos en ese camino?
En pocos días la volatilidad política y económica de la Argentina, no apta para cardíacos, pasó por el malhumor general ante el tarifazo en las facturas de luz y gas, una inflación que lógicamente no puede ceder con esos aumentos y una minicorrida hacia el dólar que le costó al Banco Central, es decir al país, varios miles de millones de dólares de sus reservas para poder conjurarla. La explicación técnica de los economistas, que muestran siempre las mismas fórmulas para interpretar la situación, no contempla los factores políticos de un país con una idiosincrasia particular, ni mejor ni peor, que otros. Por eso, la teoría económica no es de similar aplicación en Brasil que en Argentina, por ejemplo.
Ante tanto revuelo, era imaginable que todo peso sobrante iría a parar a la compra de dólares como protección contra la inflación y que los fondos especulativos internacionales, que comenzarán a pagar impuesto por la renta desde la semana entrante, dejarían sus posiciones en pesos y se llevarían billetes verdes a lugares más tranquilos. El inefable Donald Trump, que increíblemente conduce la primera potencia económica y militar del planeta, tiene también que ver en este asunto. Su país comenzó a pagar una rentabilidad apenas por encima del tres por ciento a quienes compren sus bonos del Tesoro a 10 años de plazo. Con esa renta, Estados Unidos comenzó a aspirar dólares de todo el planeta porque nunca dejó de pagar un título público en toda su historia y allí, además, nadie revolea bolsas con millones de dólares en un convento. En política económica los norteamericanos son prolijos porque, sea quien fuere su presidente de turno, el establishment sabe cómo proteger su moneda y sus intereses, a sangre y fuego cuando hace falta, en todo el mundo. No es una virtud, es la mera descripción de un hecho.
La Argentina se declaró en cesación de pagos varias veces a lo largo de su historia y estos últimos años comenzó a endeudarse nuevamente interna y externamente, un detalle que no pasa desapercibido en el extranjero. Tampoco, con quien se hable fuera de la Argentina, se entiende cómo este país no puede terminar con décadas de caída socioeconómica y cultural. La prueba más contundente para este cuadro inexplicable en una nación de tamaña riqueza, es el persistente aumento de la marginalidad y la pobreza que se advierte en las últimas décadas y que atraviesa a gobiernos de diferentes ideologías. En Rosario, por ejemplo, cerca de un 10 por ciento de su población vive en villas miseria. Hace medio siglo ese número era absolutamente inferior y fue creciendo hasta su nivel actual. ¿Cómo se lo explica desde la teoría económica y desde la política, si han pasado gobiernos de todo tipo: militares criminales que impusieron el libre mercado, populares proteccionistas, conservadores, progresistas y variados engendros maliciosos?
Quienes en estas últimas horas están intentando predecir qué ocurrirá el miércoles en el país tras la reanudación de la actividad después del feriado se arriesgan al ridículo, salvo que tengan alguna conexión con la escuela de magia de Harry Potter. Argentina es un país que sorprende al más avezado observador, muchos de los cuales que asesoran en imagen al gobierno comienzan a advertir que no todo es marketing político, mensaje alentador sin contenido o promesas que pocas veces se terminan cumpliendo. Sirven para una etapa, la del encandilamiento con quienes aparecen como los salvadores de situaciones oprobiosas.
Juan Manuel de Rosas se erigió en el "restaurador de las leyes", Perón vino a instaurar la justicia social definitiva y Frondizi impulsó el desarrollismo. La última dictadura criminal impuso el "Proceso de Reorganización Nacional", Alfonsín quiso cambiar el paradigma con la democracia. Menem anunció el salariazo y aseguró que no defraudaría, y la Alianza prometió transparencia y nos condujo a la peor crisis. Los Kirchner intentaron un progresismo que no fue sustentable y el macrismo llegó con la promesa de un cambio cultural para acabar con la sempiterna decadencia. No todos son iguales en esta lista: hubo buenas intenciones, que no alcanzaron.
¿Qué factores coincidentes y qué intereses a lo largo de la historia han contribuido para que la Argentina persista en tomar el sendero del deterioro? Esa respuesta, como la conclusión de lo que podría ocurrir mañana, probablemente nada o algo ya conocido, queda para el análisis del lector.