A un año de haber asumido, el presidente Mauricio Macri sufrió su primer revés político a manos de una oposición que llamativamente se unió para recordarle que para gobernar no sólo sirve tener un buen discurso con buenas intenciones o apelar a la voluntad de la gente.
Las cosas no suelen funcionar de esa manera en un país acostumbrado a las crisis cíclicas, a refugiar los capitales en el exterior y al pragmatismo llevado al paroxismo. Si a esto se le suma que el peronismo está afuera del gobierno, la situación se complica.
La primera señal de la complejidad de gobernar este país la ofreció la
Cámara de Diputados de la Nación, que dio media sanción a un proyecto que mejora notablemente para los trabajadores las retenciones por el impuesto a las
Ganancias.
Lo paradójico del asunto es que algunos de los voceros que fundamentaron la iniciativa tuvieron responsabilidad en la conducción económica de la gestión anterior. Por qué no lo hicieron antes es la gran incógnita.
En realidad, el debate sobre el impuesto que grava el salario de los trabajadores en un país donde magistrados y empleados del Poder Judicial están increíblemente exentos –más allá de cualquier argumentación jurídica que se quiera esgrimir como justificación− tiene larga historia. Desde las famosas, y nunca actualizadas,
escalas porcentuales de progresividad en la retención del impuesto que implementó el ex ministro de Economía José Luis Machinea hasta la promesa quince años después de eliminarlo, corrió mucha agua bajo el puente.
Con el paso del tiempo y la inflación, sumado a la recuperación salarial de los últimos años, el pago del impuesto comenzó a incluir a más trabajadores, que con un sueldo apenas digno contribuyen al fisco.
El kirchnerismo durante sus doce años de gobierno jamás propuso eliminarlo y sólo le introdujo leves ajustes que nunca resolvieron el problema. El macrismo se cansó de decir en todas las tribunas que el salario no es ganancia y que en caso de ser gobierno lo anularía. No sólo no lo hizo en su primer año en la
Casa Rosada sino que presentó un proyecto de ley que es más de lo mismo. El massismo tampoco cumplió a rajatabla su propuesta electoral, porque si bien lideró la búsqueda de consenso en la oposición para darle media sanción a la ley, sus principales referentes hicieron campaña argumentando que debía terminar esa injusticia.
Si la ley avanza en el Senado, el gobierno tiene la posibilidad de vetarla pero pagará un alto costo político a menos de un año de las elecciones legislativas de 2017 en las que se juega gran parte de su futuro político.
El problema es el mismo de siempre: un Estado al que no le alcanzan los recursos para atender sus gastos pese a que todavía no hay vencimientos de la millonaria nueva emisión de deuda soberana que el gobierno hizo este año y proyecta para el próximo.
Sin embargo, otras formas de ingreso son ignoradas. Según el Indec, en el segundo trimestre del año un 33,4% de la población económicamente activa, más de cuatro millones de personas, trabajaban en negro. Ese flujo marginal de la economía priva de millonarios recursos al Estado y perjudica a los trabajadores. ¿Por qué nadie postula una lucha seria y decisiva contra la economía en negro? ¿Hay permisividad oficial con algún grado de connivencia con las centrales sindicales?
Para hacer gobernable a un país la tarea principal debería ser la transparencia de su política y economía. Cuando eso no ocurrre comienzan las dificultades y gobernar se hace cada día más complejo. De eso se trata.