Cuando en 2010 el mundo árabe transitó por una ola de protestas populares que desembocaron en los derrocamientos de dictadores casi vitalicios, un soplo de aire puro que se conoció como Primavera Árabe se sintió en buena parte del planeta.
Por Jorge Levit
Cuando en 2010 el mundo árabe transitó por una ola de protestas populares que desembocaron en los derrocamientos de dictadores casi vitalicios, un soplo de aire puro que se conoció como Primavera Árabe se sintió en buena parte del planeta.
Todo comenzó en Túnez, cuando la policía reprimió con violencia a un vendedor ambulante de frutas para impedirle trabajar en la calle y ganarse la vida. Ese desdichado personaje, que podría representar a millones a lo largo del mundo, no imaginó otra cosa para protestar que prenderse fuego y poner fin a su existencia.
Con el correr de las semanas, ese hecho puntual fue la chispa que encendió una sucesión de revueltas y alzamientos populares en diversos países de la región, cuyos pueblos reclamaron procesos de aperturas democráticas en una zona del mundo donde teocracias, monarquías y gobiernos militares controlan la vida de millones de personas desde hace siglos.
En Egipto, el repudio al gobierno acabó con la tiranía de tres décadas de Hosni Mubarak. En Libia, las revueltas pusieron fin a más de cuarenta años del excéntrico Muamar Khadafi y en Túnez, donde se inició el movimiento, se acabó la tiranía de Ben Alí tras más de veinte años en el poder.
La guerra civil siria, que ya produjo cerca de medio millón de muertos y el mayor éxodo de refugiados en décadas, es también consecuencia de la Primavera Árabe. Bashar Al Assad gobierna ese país desde hace 19 años tras suceder a su padre, quien se mantuvo con mano dura casi 30 años en el poder. Fuerzas heterogéneas y opositoras al régimen sirio combaten desde hace casi nueve años en un conflicto sangriento, que también involucró a Rusia y otros países, pero que se encamina a dejar en el poder al gobernante Assad.
Otras naciones importantes de la región, como Arabia Saudita, una de las monarquías más conservadoras del mundo árabe, no sufrieron revueltas aunque sí abrieron lentamente un camino de leves reformas como manera de descomprimir el descontento.
El denominador común de la Primavera Árabe, que ya para 2013 estaba acallada, fue el rotundo fracaso de los movimientos que lucharon por una apertura democrática y mejores condiciones de vida. Todos fueron sojuzgados, con golpes de Estado como en Egipto, bajo la represión del régimen en Siria o por la actual anarquía y lucha tribal en Libia. La única excepción tal vez fue Túnez, donde con dificultades se ha puesto en marcha un proceso democrático que aún continúa no sin pocos escollos.
¿Por qué fracasaron los movimientos de millones de personas que lucharon en el mundo árabe por libertad y una vida digna? ¿Faltaron líderes que condujeran las rebeliones? ¿La herencia ancestral de una cultura sin democracia, sumada a la religión como factor determinante en la vida terrenal y celestial, contribuyó a la derrota? Sólo un abordaje multidisciplinario, sin panelistas televisivos, podría arrojar algo de luz para explicar uno de los fenómenos más importantes de esta década.
Casi diez años después de la Primavera Árabe, comenzó en Latinoamérica otro fenómeno popular que reclama, en democracia, poner fin a las desigualdades sociales, a la falta de oportunidades y a la desazón que significa no poder desarrollar una vida plena de satisfacciones. ¿Hay algún punto de contacto entre la Primavera Árabe y el estallido popular en estas latitudes, que parte de la prensa europea ya califica de Primavera Latinoamericana?
En Ecuador todo comenzó con el incremento del precio de los combustibles. También Nicaragua y Perú están convulsionados y el estallido apareció en su máxima expresión en Chile tras el aumento del valor del boleto del metro de Santiago.
Chile tiene uno de los mejores indicadores económicos de Latinoamérica: baja inflación, desempleo y pobreza y un alto PBI que, sin embargo se distribuye entre pocas manos.
El levantamiento popular de los chilenos marcará un antes y un después en la lucha de los pueblos por mejores condiciones de vida, a tal punto que el gobierno liberal del presidente Sebastián Piñera tuvo que remover a todo su gabinete, introducir mejoras sociales para los más pobres y los jubilados y, finalmente, convocar a una reforma de la Constitución, hecha a medida del pinochetismo para asegurar por años los privilegios de unos y las miserias de otros.
Se podría decir que el masivo levantamiento popular chileno, con el lamentable aprovechamiento de algunos grupos radicalizados dedicados al saqueo, es un triunfo de la democracia porque a través del legítimo reclamo ante el hastío de la desigualdad la sociedad ha logrado un camino conducente a modificar y reparar inequidades anacrónicas.
El contagio de lo que aún ocurre en Chile ya llegó a Colombia y seguramente transitará por otros países de este Hemisferio Sur, donde la brecha social y de oportunidades educativas y de progreso es muy amplia.
Lo peligroso de todo este fenómeno es la irrupción, otra vez, de las fuerzas armadas, educadas más para la represión interna que para la seguridad de las fronteras. Así se vio en Bolivia, aunque en otro contexto distinto, en Nicaragua y también en Chile, cuando durante los primeros días de los levantamientos fueron convocadas para implementar toques de queda en las principales ciudades.
¿Los movimientos populares latinoamericanos correrán la misma suerte que los árabes o lograrán modificar paradigmas que traigan mayor igualdad en las sociedades? Todo está por verse.