Ni la pandemia que causa la muerte de alrededor de doscientos argentinos por día ha logrado que oficialistas y opositores tengan una agenda política común para contrarrestar los efectos del virus en la sociedad. Un país absolutamente dividido, y más en tiempos de crisis, va camino a nuevas frustraciones.
Hubo un dato preocupante que asomó en los últimos días: el ex presidente Eduardo Duhalde advirtió que el militarismo está de regreso en América latina. Alertó, incluso, sobre la posibilidad de la interrupción del orden constitucional.
Si se piensa mal, Duhalde habló en nombre de alguien o de alguna corporación afectada por algunas últimas decisiones del gobierno. Si se piensa bien, lo hizo para tratar de que el único valor que se comparte mayoritariamente en el país, la democracia con los militares en sus cuarteles, sea el factor de unidad política. No pasaron más de 24 horas para que se retractara y aludiera a que su pensamiento tal vez esté afectado psicológicamente por la pandemia.
A poco más del bicentenario de la Revolución de Mayo, ha quedado ya demostrado que gobernar este país no es cosa sencilla porque a lo largo de la historia no se ha podido encontrar un denominador común sustentable para terminar con la verdadera puja de todos los tiempos: el poder político, los intereses económicos y la distribución del ingreso.
En otras partes del mundo, en Europa occidental, por ejemplo, ya han resuelto el problema a partir de la mitad del siglo pasado. Con las caídas de las dictaduras comenzó la alternancia del poder entre distintas fuerzas democráticas que, pese a matices diferenciales, mantuvieron la gobernabilidad que posibilitó el crecimiento económico y mejoras sociales. Sin embargo, en el este europeo todavía hay dictadores modernos, como Lukashenko, que gobierna hace 26 años en Bielorrusia, ex república soviética.
En los Estados Unidos, donde no hay golpes de Estado pero sí algo semejante como son los asesinatos de presidentes, ni republicanos ni demócratas ponen en riesgo la gobernabilidad ni el primer lugar de país como superpotencia. La excepción es Donald Trump, que sin embargo dará pelea en las elecciones de noviembre próximo.
En Rusia, la forma de gobernar siempre ha sido con mano dura. Los Romanov, la dinastía que permaneció en el poder durante 300 años hasta que la revolución bolchevique ejecutó al último de los zares, Nicolás II, y a toda su familia, controló ese enorme país a sangre y fuego. Recién hacia el final del siglo XIX los Romanov introdujeron reformas, como la liberación de los siervos, que eran campesinos esclavos. Pero no fue suficiente para evitar la revolución de 1917, plasmada en los 70 años de la Unión Soviética, que llevó al país a los primeros planos mundiales pero que colapsó hace casi tres décadas por falta de democracia, entre otras cosas. Le siguió el capitalismo salvaje y el caos y se estabilizó con Vladimir Putin, un ex agente de la KGB soviética, calificado como “el nuevo zar” de una polémica democracia. Los rusos, evidentemente, se inclinan por formas de gobierno fuertes y autoritarias.
Los países árabes también tienen sus particularidades. La democracia no es un valor que se distinga. Gobernados por autocracias, algunas teológicas y otras más laicas, mantienen su poder de la mano de sistemas políticos represivos donde la igualdad de los géneros no existe. La Primavera Árabe, una serie de rebeliones populares surgida hace una década en busca de democracia, fue un rotundo fracaso, con la relativa excepción de Túnez. Esas revueltas dieron lugar a guerras civiles que aún hoy continúan, como en Siria o Libia, y generaron miseria y muerte para millones de ciudadanos. El liderazgo fuerte y autocrático sigue siendo en el mundo árabe la fórmula de gobernabilidad.
Ya fuera del mundo árabe se ubica Irán, que desde la revolución de 1979 implementó una teocracia musulmana con actitudes expansionistas en la región. Antes estaba gobernada por los Reza Pahlevi, primero el padre y después el hijo, ambos déspotas que mantenían al pueblo sojuzgado. La democracia no se conoce en esa región del planeta.
Se podría seguir con las particularidades de China, las guerras tribales del África subsahariana o el fundamentalismo religioso que avanza en el planeta de la mano de las frustraciones de vida de millones de seres humanos que no les encuentran justificación a sus miserables existencias.
¿Y la Argentina, cómo gobernarla? Desde los unitarios y federales y las guerras civiles, el país mantiene a lo largo de su historia una división de la sociedad que, salvo períodos excepcionales, parece ser la causa de su decadencia. Es cierto que hubo períodos de prosperidad económica, desarrollo educativo y cultural, pero que no se lograron mantener estables. Con sólo advertir el actual índice de pobreza en el país, alrededor del 40 por ciento de su población, se infiere que la responsabilidad no es de un solo gobierno sino de la política, de un sistema, que ha impedido avanzar hacia el desarrollo y ha profundizado la inequidad en el acceso a la riqueza que produce un país privilegiado naturalmente.
Un símbolo de nuestra caída en todos los planos fue lo ocurrido con la conocida conversación entre el presidente Alberto Fernández y su antecesor Mauricio Macri. Ambos mantienen una versión totalmente opuesta del contenido de una charla que sostuvieron en marzo sobre la pandemia. Fernández dijo que Macri le sugirió que no pare la economía con una cuarentena y que se “mueran los que tengan que morirse”, pero Macri lo negó rotundamente. Alguno de los dos miente. Cada lector sabrá a quién creerle.
Esa posición dividida en cuanto a la veracidad de un diálogo es la que se expresa en el país en todos los planos. Mientras, un sector que se mantiene al margen de los dos grandes bloques políticos inclina la balanza en cada elección presidencial, tras lo cual se ponen en práctica políticas ideológicamente opuestas en todos los órdenes a la anterior gestión.
Si el peronismo no logra un segundo mandato de Fernández, la oposición (Horacio Rodríguez Larreta tiene aspiraciones) volverá a instrumentar políticas que ya empleó Macri. Cuando salga del poder, el peronismo siempre regresa y anulará esa forma de gobernar. Y así, década tras década, la decadencia se va profundizando por la falta de políticas de Estado a largo plazo. No hay matices para un proyecto que supere ese antagonismo en el pensamiento de uno y otro sector. El único aliciente es el compromiso mayoritario por la democracia como forma de gobierno. Pero este fenómeno de unidad por sí solo no hace posible el desarrollo de una nación.