Desde que aprendí a escribir me gusta hacer listas. Tengo listas de libros por leer, de discos, películas y series. Las nutro de recomendaciones de amigos, de notas de diarios y revistas o de notas al pie de otros textos; las incluyo en un listado y en mi vida. Tengo completas columnas de notas, siempre por empezar, de fuentes por consultar, de historias por contar. Mis preferidas son las listas de viaje, puntuales antes de cada partida, y las listas colectivas, esas que se arman con amigos en la previa a compartir un asado.
Por supuesto, todos estos listados están suspendidos desde hace más de un mes, cuando el aislamiento social, preventivo y obligatorio impuso su quietud a la ciudad, con el objetivo de evitar un crecimiento abrupto de los contagios de coronavirus.
Antes de eso, mis inventarios diarios incluían múltiples desplazamientos, que cubría en colectivo, en taxi, caminando. Los martes eran los días más complicados: yoga (a dos cuadras de casa), diario (en el centro, a 6,6 kilómetros), buscar niños en la escuela (Salta y Crespo), llevar a Valentino a ajedrez (Urquiza y Suipacha), acompañar a Violeta a Tela (Génova y avenida Alberdi), dar clases (Hipódromo del parque Independencia).
Ahora, el edificio del Isef N° 11, donde enseño redacción a estudiantes de periodismo deportivo, se transformó en un enorme centro de aislamiento para quienes contraigan la enfermedad y no necesiten cuidados críticos. Las filas de bancos, siempre desordenados, se transformaron en pulcras hileras de camas, todas iguales, todas separadas por un metro y medio, todas con una caja plástica para guardar objetos personales. Todas, miles, esperando recibir personas. Mirarlas estremece.
Creo que tomé conciencia de todo lo que encierra (y deja afuera) un listado hace varias décadas, después de leer Las palabras y las cosas y reencontrarme con Borges y su detallada taxonomía de una enciclopedia china (como el virus) sobre los seres vivos: “los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas”.
Pocos días antes de que se flexibilizara el aislamiento social, preventivo y obligatorio, Pedro Saborido delineó en Twitter un desopilante plan de horarios para que distintos grupos de personas pudieran disfrutar de un rato al sol. De acuerdo con ese programa, de 21 a 22 podrían circular los pelados, pelados con lentes oscuros y el cantante de La Mosca; 9.30 a 10.30, lectores de Althusser; 21 a 21.30, Fernando Iglesias en sunga e imitadores de Fernando Iglesias en sunga; 14 a 15, simpatizantes de Aldosivi en CABA, doctor Jorge Amadeo; 11 a 12, narigones; de 3 a 6, militantes del PO que gustan de Madonna y distribuidores de Rivotril sin TAC.
El listado más triste que escuché alguna vez es el de Construcción, a la vez paradójicamente incluiría la canción de Chico Buarque entre mis preferidas. También las rutinas que enumera Lou Reed en El sucio bulevar.
Mis registros de la pandemia, por supuesto, no son poéticos: incluyen los síntomas de la enfermedad, las recomendaciones para prevenirla, los nombres de los amigos que ya no puedo ver pero con quienes comparto largas charlas telefónicas, las compras mínimas e indispensables en el supermercado y las recetas de tortas, panes y dulces que te mandan las amigas. Ayer sumé dos actividades más: tejer un pulóver rojo y escribir una nota sobre cómo será Rosario cuando, finalmente, pase el temblor.
Desde que el virus se instaló en mi rutina, el confinamiento se llenó de letras: notas de 180 líneas, casi diarias (“un tradicional”, como las bautizó el editor); incontable cantidad de mensajes de Whatsapp y mails, clases y tareas para subir a la plataforma virtual inaugurada por el Ministerio de Educación de la provincia.
“Estoy escribiendo poco, me cuesta escribir en estos días. De todas formas lo intento”, advertí cuando me convocaron para colaborar con este suplemento. Creo, más bien, que estoy escribiendo demasiado.
No imagino qué dirán mis listas cuando hayamos logrado domar la curva del virus, cuando ya no tengamos que contar los nuevos casos confirmados en el país, en la provincia o en la ciudad; cuando la primavera se lleve a las microgotas que transportan al Covid-19 o cuando los laboratorios inventen la vacuna.
Por ahora, las prioridades son estas: no olvidar saludar a mamá, terminar de tejer el pulóver rojo y escribir una nota sobre los días que vendrán después de la pandemia.