A nadie le gusta pagar más impuestos. Y considerar como una victoria política un aumento en la carga fiscal puede sonar extraño. Sobre todo porque, aun cuando se introduzcan criterios de equidad tributaria, la reforma que discute la Legislatura santafesina significará un incremento para la mayoría de los contribuyentes de la provincia, no sólo de los que más tienen.
Pero la larga discusión sobre la modificación de la estructura tributaria en la provincia, que lleva ya cinco años, excede el fastidio que puede ocasionar el incremento. El caso más antipático, el de la suba del impuesto inmobiliario para los rangos de valuaciones fiscales bajas (que muy probablemente correspondan a la categoría de contribuyentes de menor poder adquisitivo dentro del universo alcanzado por los cambios) deben ser contrastadas con el bajo valor fiscal de las propiedades y el escaso monto final del impuesto, en relación con otros precios, tasas y tarifas.
Si un propietario alcanzado por una eventual suba del impuesto inmobiliario intentara vender su casa por lo que vale para el fisco, haría muy mal negocio. Hay allí un beneficio que de alguna forma amortiguó previamente el impacto de un aumento. No se puede desconocer el efecto sumado de cargas fiscales y precios de mercado en el bolsillo del contribuyente de ingresos medios y bajos en el contexto de una economía inflacionaria y en la que el Estado intervino para poner topes salariales. Tampoco el efecto resorte que produce la falta de actualización periódica y racional de valuaciones y alícuotas, cuando al final se disparan subas que porcentualmente lucen muy altas. Pero estas problemáticas remiten a discusiones de políticas macroeconómicas que no invalidan la búsqueda de la equidad tributaria.
Sin desconocer esos matices, lo cierto es que en la semana que pasó, el gobierno del Frente Progresista se anotó algo parecido a un éxito cuando alcanzó con el sector mayoritario del kirchnerismo un delicado y frágil acuerdo político para comenzar a sacar, diez años después, a la estructura impositiva provincial de la década del 90.
Una estructura que en la ilusión de beneficiar a todos los contribuyentes en forma general, encubre en realidad beneficios específicos a grandes propietarios rurales, industriales y de otras actividades de altísima rentabilidad, que en la última década la levantaron con pala. Beneficios incluidos en valores fiscales atrasados y exenciones a ingresos brutos, que se traducen en mejores condiciones de acceso, por ejemplo en precios, de los santafesinos a esos productos.
En el lustro en que los lobbies sectoriales y sus representantes políticos frenaron cualquier intento de modificación de estructura tributaria armada en base a los pactos fiscales de los 90, cuando otro era el contexto económico, las principales provincias del país, como Buenos Aires, Córdoba y Entre Ríos, hicieron tres o cuatro reformas impositivas. Y estudian ahora reformas de nueva generación, con impuestos específicos a consumos de sectores de altos ingresos, nuevos sectores económicos o bienes suntuarios. Los productos de industrias santafesinas protegidas que se venden en Santa Fe no son más baratos por ello.
Mientras en los distritos vecinos estas reformas fueron votadas por impulso de oficialismos identificados mayoritariamente con el partido del gobierno nacional, en Santa Fe fueron fogoneadas desde el inicio por la administración socialista. El peronismo en su conjunto se opuso con ferocidad. El kirchnerismo, que en más de una ocasión tuvo la posibilidad de modificar la relación de fuerzas a favor de la reforma, eligió hacer todo lo contrario a lo que hacía en otras provincias o a lo que prescribía la misma doxa del gobierno nacional, para alinearse en una rara estrategia: disputar la conducción del partido al reutemismo, pero asumiendo su programa noventista.
La crisis, las necesidades políticas, la dispersión partidaria, y los juegos de alianzas y rupturas que atraviesan los espacios políticos modificaron este año ese panorama. Desde los primeros coqueteos de Cristina y Bonfatti en los primeros meses del año, cuando la presidenta intervino en la paritaria docente, hasta la doctrina de la abuela presidenta sobre las manos que se lavan unas a las otras, el panorama de la política provincial cambió.
No está del todo claro qué mano pretende la presidenta que lave el gobernador, toda vez que el socialismo ya ha sido aliado más fiel del gobierno nacional en el Congreso que lo que ha sido el kirchnerismo con el gobierno provincial. Puede ser que las reformas constitucionales estén el horizonte.
Por lo pronto, una provincia que actualice su estructura impositiva probablemente pelee con menor ferocidad por los recursos federales. Desde otro punto de vista, la prueba y error de pisarle la caja al bonaerense Daniel Scioli parece haber puesto en duda el resultado en las encuestas de la política de aleccionar a gobernadores. Otra posibilidad es que, de cara a un año de elecciones con fuerte anclaje territorial, la sintonía fina se vea obligada a hacer pie en la política provincial. Más allá de las chicanas, hoy por hoy Bonfatti es el mandatario menos hostil al cristinismo que hay en los cuatro distritos más grandes del país: Capital Federal, Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. O quizás, la vieja idea de la transversalidad, ese brumoso pero real producto político de la posconvertibilidad, esté de regreso después de la gripe.
Sin excluir del análisis, claro está, la necesidad más primitiva de la política local. Que básicamente necesita una caja y un acuerdo para distribuirla. El año 2013 es de elecciones y para los dirigentes y la comunidad de negocios que se apalanca en el más elemental de los derechos políticos, un Estado con plata es un buen aliado.