La creciente popularidad del verbo reiniciar coincide con la extensión y la proliferación de la informática. Antes de la revolución tecnológica de internet más la irrupción impresionante de las computadoras se trataba de un verbo con una tasa de uso no muy alta. Es que las cosas se reiniciaban día a día año a año sin pulsar tecla o botón alguno. Cada año puntualmente las aulas reencontraban a los alumnos con sus maestros o profesores. Cada día el Trabajo se reencontraba con sus Trabajadores. Y así casi todas las cosas. En general hasta los matrimonios retomaban cada día su relación con o sin conflictos. El resultado era una vida en principio más tranquila razón por la cual era asociada o considerada normal. El siglo XX sin pausas y con prisas fue desmantelando todas esas certidumbres bastante más frágiles de lo que se había creído. Bien mirado la normalidad, lo natural, y sobre todo la estabilidad como pilar fundamental entre los humanos siempre ha sido una ilusión más o menos estable o inestable. Lo adelantaba en EEUU en 1949 Arthur Miller en La muerte de un viajante con Willy Logan, el viajante que pierde la estabilidad laboral, familiar y mental, un personaje trágico-patético triturado por la sociedad de consumo. Hasta nuevo aviso las crisis nunca han entrado en crisis. En el caso del amor, frente a crisis importantes los amantes comenzaron a proponer el uno al otro lo que suele llamarse "tomarse un tiempo", una suerte de paréntesis o de "paraguas" a la relación con la esperanza quizás débil de que pasado el mal momento fuera posible reiniciar el amor. Bien mirado a pesar de su popularidad actual el recurso de reiniciar es de larga data. Así en la infancia escolar de los que tenemos varias décadas acumuladas cuando se cometía un error o cualquier otra fatalidad en una hoja del cuaderno principal del colegio el recurso de eliminar la hoja arruinada por una nueva perfectamente inmaculada, en suma volver a empezar, producía un placer y a la vez un alivio incomparable. Iniciar una nueva hoja implicaba la fantástica restauración de la omnipotencia mínima para poder vivir. Sin embargo, al menos en el colegio fiscal de mi pueblo San Jorge regía la obligación de numerar todas las hojas de los cuadernos antes de su inicio de forma tal de que resultara imposible la ocultación del error o de la falta cometida. Con el doble propósito de evitar el supuesto y perverso despilfarro de hojas inutilizadas y al mismo tiempo disciplinar-domesticar al alumno. Con todo, la operación de reiniciar estaba mucho más extendida de lo que se puede pensar. Por caso el engorroso trámite de encender la estufa a kerosene, un aparato capaz de brindar un calor fantástico en aquellos inviernos tan crudos. Pero el problema era que dicho aparato portaba una fragilidad solo comparable a la padecida por el ser humano en el escabroso camino de su existencia. El caso es que en las maravillosas estufas cuando todo estaba bien el fuego de las llamadas velas era de un azul intenso fiel reflejo de la pureza conseguida a pesar de la suciedad propia del kerosene. Ahora bien cuando de pronto la azulidad del fuego comenzaba a vestirse de un amarillo alarmante todo se desmoronaba, la estufa comenzaba a irradiar frío en vez de calor además de un olor tan insoportable como tóxico. Tengo el recuerdo intacto del malestar y el enojo que producía en mi padre el desfallecimiento de la estufa. Lo que implicaba las dificultades muchas veces densas de reiniciarla. Si algo odiaba en su vida era el gasificador, instrumento esencial para las cocinas y estufas a kerosene para el inicio o reinicio del aparato. El gasificador era el mediador o el articulador entre el kerosene y el fuego a través de una aguja vital en uno de sus extremos regulando la relación entre el fuego y su fuente. Hoy por hoy el kerosene no ocupa un lugar central en la vida cotidiana. Calienta o mitiga la pobreza, aunque no la indigencia cada vez más presente en este tiempo. La operación contemporánea del reiniciar es una práctica más o menos diaria en los fantásticos aparatos, objetos o dispositivos de estos tiempos: los nuevos televisores, las computadoras, los módem, los celulares y demás artilugios. En los ordenadores cuando aparece el triangulito anunciando más bien confirmando que internet se marchó y con él desapareció la conexión con el mundo. El primer remedio a la mano es la desconexión-reiniciación, una operación de algunos minutos luego de la cual mágicamente reaparece la valiosa conexión. En los televisores pasa algo similar. Suele ocurrir que la pantalla de pronto comienza a descomponerse como si los esenciales píxeles en el núcleo de la imagen se dispersaran hasta arruinar la imagen. ¿Solución? Nuevamente desconexión-reiniciación y la imagen vuelve a componerse. Hasta en una ocasión el sistema flow no tuvo el más mínimo pudor en hacer desaparecer del menú un canal. La operación reiniciar me lo devolvió. Ahora bien, la gran pregunta es ¿se puede reiniciar en la vida de los humanos a la vista de una gran frustración, pérdida o derrota? No es muy interesante quedarse con el imprescindible realismo exclamando que No se Puede. Como que tampoco se puede congelar la realidad de una situación muy feliz. Sin embargo la psiquis humana tan proclive como es a adueñarse de la realidad se propone al respecto soluciones más o menos imposibles como aquella fuerte ilusión de dar vuelta la página e iniciar nuevamente de cero. Como se sabe no es posible volver a empezar de cero. Ni siquiera cuando comienza nuestro turno de existir empezamos de cero en tanto y en cuanto hay una historia viva que nos precede aun antes de que nos nombren, para luego encajarnos el mal llamado nombre propio fruto de un deseo no precisamente nuestro. Amén de que no son pocos los hijos en medio de o frutos de un conflicto de pareja: es decir los hijos de la crisis. Hay un aserto que señala que lo sorprendente en el humano no es que no aprenda, sino que aprenda. En suma no es posible empezar nuevamente de cero, ni siquiera es necesario, ni tampoco inteligente. ¿Tropezar dos veces (o más) con la misma piedra? De lo que se trata es de desprender la piedra, para que no nos vuelva a resultar atractiva a pesar de los recuerdos que advierten inútilmente de los anteriores tropiezos.