Las Malvinas son un espejo del deseo y la derrota de los argentinos. Símbolo de uno de los principales desastres históricos del país, y ejemplo ostensible de la permanencia del colonialismo en el planeta, las islas se yerguen como una auténtica obsesión en el imaginario nacional. Federico Lorenz, historiador riguroso y escritor de talento, las ha convertido en uno de los ejes centrales –el otro es la controvertida década del setenta– de su búsqueda personal y literaria.
Fruto de su amor por Malvinas es este libro editado por Norma, en teoría dedicado a los más jóvenes. Quien firma esta reseña, sin embargo, no cree en la pertinencia de la división generacional a la hora de la lectura. Consecuencia de tal desconfianza (y lo que se narra ahora es una cuestión íntima) es que la principal biblioteca de su dormitorio contenga, íntegra, la legendaria colección Robin Hood, publicada muchos años atrás por la también legendaria editorial Acme. Pero dejando de lado la anécdota –si se quiere, irrelevante–, este texto de Lorenz es magnífico, y pueden leerlo provechosamente varones y mujeres de todas las edades.
En sus páginas ilustradas con belleza por fotografías que tomó, en su mayor parte, el propio autor se cuenta un viaje por Malvinas, que parte de una pregunta: “¿Qué tenían esas islas que resultaban tan conmovedoras? A quienes hablaban de la guerra les brillaban los ojos (...). Y esa misma luz en la mirada estaba en los que hablaban de sus bellísimos paisajes, de sus animales extraordinarios”. Y sigue: “Cuando llegue allí, ¿cómo será? ¿Parecido o distinto a lo que leí o me contaron? ¿Cómo será finalmente estar en ese lugar que uno ama, aun sin haberlo visto nunca?” (esta última definición resulta muy certera: aunque no haya sido consciente de lo que hacía al escribirlas, Lorenz sintetiza en tan escasas palabras el vínculo que la inmensa mayoría de los argentinos tiene con las islas).
El periplo se inicia, entonces, con la sensibilidad como elemento sustancial del equipaje del viajero, que día tras día nos irá contando lo que descubre.
“El paisaje es asombroso: sube y baja entre colinas suaves, y a cada paso hay una sorpresa. Desde las lomas, cada tanto puede verse el mar. Hay ovejas pastando tras los alambrados. A lo lejos se ven los techos multicolores de Puerto Argentino”, describe nuestro cronista, que no parará de revelar secretos.
La gastronomía típica, la historia, los animales (con capítulos dedicados al majestuoso albatros, las toninas, los pingüinos y el misterioso warrah, un zorro local ya extinguido) irán pasando bajo la perceptiva mirada de Lorenz, quien nos contará detalles insospechados y también trazará, con trazos gruesos pero certeros, el plano del pasado de las “Falklands”, tan vinculado a los argentinos. Se detendrá, por cierto, en “la gente que vive acá”, explicará cómo son los asados malvinenses y de qué modo la presencia de los gauchos durante la primera parte del siglo XIX dejó huellas no solo en las costumbres sino en el idioma: “Muchas cosas, como los colores de los caballos, o la palabra estancia, los malvinenses las dicen en castellano. ¡Hasta hay un cerro que se llama Bombilla!”, cuenta.
Y los momentos más dramáticos llegarán, inevitablemente, cuando se enfrente con los restos de la guerra de 1982 o en su visita al cementerio de Darwin: “Cuando uno sale y vuelve a cerrar el portón, no sé por qué, pero ya no es el mismo”. Tal vez algo parecido –aunque en otro nivel– les suceda a quienes lean este libro y caminen junto a Federico Lorenz por Malvinas, “esa emoción que nos llama”.