El novelista y semiólogo italiano Umberto Eco (1932-2016) se fue de este mundo dejando en su última novela “Número cero” un manual de cómo se puede manipular la información, crear intrigas, falsedades y difamar empleando técnicas que también se utilizaban en la Inquisición.
Eco fue un maestro en generar misterios y derrumbar conspiraciones medievales y modernas a través de varios de sus libros, especialmente con “El nombre de la rosa” y “El cementerio de Praga”. En “Número cero” recrea, en la década del 90 en Italia, la historia de un nuevo diario que prepara una edición de prueba antes de salir a la calle, aunque en realidad sólo su director sabía que eso nunca ocurriría y que los periodistas de una redacción fantasma eran utilizados para extorsionar a políticos y empresarios a través de difamaciones similares a las que hoy conocemos como “fake news”. Eco hablaba entonces de la “máquina del fango”, que sintetizaba en “una forma de deslegitimación del adversario que toma formas muy curiosas revelando aspectos de su vida privada que a veces son mínimas, como pequeñas salpicaduras de fango”. Según Eco, para deslegitimar a alguien “no es necesario sugerir que ha matado a su abuela, basta decir que una persona ha hecho alguna cosa muy normal y el simple hecho de decirla ya crea una sombra de sospecha”.
En la Argentina, los principales generadores de noticias falsas son los usuarios de las redes sociales que, con mala intención algunos e ingenuidad otros, difunden y repiten información nada rigurosa que es consumida por la comunidad de acuerdo a la emoción que a cada uno le despierta. Así surge la posverdad, es decir, cuando internalizamos, damos por cierto y enviamos a nuestro contactos, sin una mirada crítica, lo que nos llega a través de una computadora o un celular aunque no se sepa su origen. Lo que verdaderamente importa es si ese contenido responde a nuestras creencias sobre determinado tema y entonces lo damos por válido. Sin embargo, las redes sociales también tienen un círculo virtuoso: si no existieran, el caso de Abigail, la nena santiagueña que fue llevada en brazos por su papá por la ruta porque les impedían entrar a la provincia no se hubiese conocido. Hoy, por ejemplo, sería imposible mantener en secreto los secuestros y desapariciones forzadas de personas durante la última dictadura militar.
El problema de la falta de rigurosidad informativa va en aumento cuando algunos comunicadores de los medios tradicionales (una variada gama que va desde modelos y actrices hasta periodistas) se sumergen en ese paradigma confuso de las redes. A veces por falta de formación, a veces por malicia y en otros casos por estupidez humana replican ante sus audiencias informes que provienen de cuentas anónimas, falsas o conocidas pero sin chequeo de fuentes. También reproducen imágenes y videos sin establecer si son reales o producidos. La inmediatez de las redes penetró en el mundo de los medios por la necesidad de anticipación informativa y la carrera por el rating.
La nieta de una célebre figura de la televisión argentina le preguntó a uno de los médicos invitados a almorzar si era posible aplicarse la primera dosis de la vacuna contra el Covid-19 producida por un laboratorio y la segunda dosis elaborada por otro distinto. Tal vez no tuvo tiempo de leer que cada laboratorio emplea un mecanismo diferente para producir la vacuna, pero con sólo ejercitar el sentido común se puede dar respuesta a ese insólito interrogante.
Otra comunicadora social de un programa periodístico dedicó buena parte de su espacio para deslegitimar a varios colegas por opinar que había sido una barbaridad sin precedentes sugerir tomar dióxido de cloro para prevenir el coronavirus. Informaba de un fallo que la absolvía por ejercicio ilegal de la medicina, como la habían denunciado, pero no admitió que su conducta comunicacional produjo que muchos siguieran su consejo basado en la nada misma científica. Se había convertido en una curandera mediática y no a través de una red social sino en el horario central de un canal porteño de TV abierta.
Otros dos periodistas, identificados claramente en uno y otro sector de la grieta, se vienen denunciando hace un par de semanas en las redes por distintos delitos vinculados al abuso sexual y la pedofilia supuestamente ocurridos tiempo atrás. Los dos cayeron en el último escalón de la “máquina del fango”, haciendo público lo privado, descontextualizando distintas situaciones y enlodando a la seriedad que debiera corresponder, no ya a dos modelos o actrices puestas a ejercer como comunicadoras, si no a dos personas que se presentan como periodistas profesionales.
En las redes sociales no se puede exigir rigurosidad informativa, pero sí a los medios tradicionales que hoy son todavía, en general, aunque no siempre, la única fuente de generación de noticias verdaderas. Por eso, el problema es el de siempre: la inexistencia de un organismo rector, de un colegio profesional, que entienda sobre la ética de los comunicadores. Lo tienen los abogados, los médicos, los psicólogos y tantos otros, ¿por qué no los periodistas? ¿Estamos, entonces, habilitados para decir y escribir cualquier información ante miles de personas que, aunque no represente un delito, su veracidad no ha sido comprobada y signifique un peligro para la comunidad?
No se puede acusar solamente a las redes sociales por la decadencia del periodismo argentino en los últimos años. Los comunicadores aportamos de una manera decisiva a que se ponga en duda, cada vez más, todo lo que se difunde por los medios. Nos salpica el fango, como diría el brillante Umberto Eco.