Hace unos (bastantes) años atrás, el diario La Capital publicó una noticia donde se narraba cómo dos adolescentes ensangrentados, víctimas de una espiral de violencia constitutiva a lo largo de sus existencias, en un ardid no del todo especificado decidieron refugiarse al interior de su propia escuela. Escuela a la cual habían concurrido en calidad de alumnos. Allí, en aquel horario muy temprano del alba donde la cruda realidad se entremezclaba literalmente con estrofas punzantes al son de un purpurado cuello, estos jóvenes solicitaron a la directora poder quedarse y que por favor que llamara a un médico.
La crónica continuaba con el relato de una dirección escolar poniendo especial énfasis en la retransmisión de lo sucedido, desde un marco y comprensión de esta irrupción habilitada por la lógica histórica de vínculos —pedagógica y tácitamente— establecidos entre comunidad y escuela. Inherentes siempre a formas constantes de auxilio y también de cuidados. Esto buscaba suavizar o desligar posiblemente cualquier mundana interpretación de sojuzgamiento ante un potencial peligro enfrentado para esta experiencia de intromisión institucional.
Los años siguieron transcurriendo en una Rosario cada vez más Gótica, y en la cual, día tras día y noche tras noche, los extremados márgenes acumulados por la desigualdad se vieron también modificados y ampliados por la pandemia. Debiéndole sumar la insuficiencia de un poder político/jurídico en muchas de sus esferas, niveles y representaciones, que contribuyeron a erosionar esas viejas estructuras que sostenían a las narrativas históricas sobre lo escolar.
Así como nuestro majestuoso río va ganando terreno corrompiendo muelles y contornos urbanos de la ciudad, aquella desigualdad y sus diferentes oleadas han ido carcomiendo lentamente los viejos amarres de aquello que alguna vez fue un indiscutido polo articulador de tejido y comunidad. En este nuevo contexto, pareciera que otro predicado para el significante escuela se esforzara por adquirir e instalar otra forma de vuelo. Otro universo de antagónicas representaciones que ingresan para ensañarse con un tipo de búsqueda dispuesta a arrebatar y a disputarle su clásica semántica de sentidos. O para cuestionar y poner en dudas el manto sagrado de aquella histórica red de significación.
¿De qué cosas nos hablan los ataques escolares como síntomas de una realidad resquebrajada?, ¿Cómo se fueron modificando en los últimos años estas maniobras de inversiones que en cierta manera buscan contradecir los principios históricos y baluartes de certezas tanto de autoridad como de su representación? Si tomáramos imaginariamente una línea de tiempo y marcáramos brevemente ciertas reconfiguraciones recientes en relación a la modificación de los vínculos entre sociedad y escuela, en esa trayectoria podríamos ubicar desde el “vengo para que le cambie la nota a mi hijo” pasando por las primeras violencias físicas hacia maestras y maestros, el lamentable y emblemático caso de la masacre en Carmen de Patagones, el “abran las escuelas”, y hasta las últimas amenazas locales recientes acompañadas con vainas. Todo ello junto a la suspensión del principio de inocencia de cualquier persona hasta tanto y en cuanto se investigue su culpabilidad.
Ante esta realidad, tendríamos dos salidas. La primera, no revelarlos y hacer de cuenta que de estos episodios nada pueden decirse. Son hechos “aislados” al interior de una dura realidad que se vio incrementada ante la diversidad/adversidad de factores ahora amplificados, fundamentalmente, por lo inédito de la pandemia. La otra tiene que ver con intentar interrogar dichos nexos e indagar acerca del rol y origen de estas reconexiones, y si podrían —o no— estar emparentadas con una ciudad que fue registrando sus primeros aumentos considerables de violencia hacia sus juventudes previamente vulneradas, entre otros factores, debido al incremento exponencial del narcotráfico, años posteriores al estallido del 2001.
Crisis que, por otra parte, implicó una fragmentación política y social que obligó a la escuela a tener que desenvolverse efectuando un giro hacia el territorio. Para poder comprender, comprenderse y reinventarse en ese nuevo tiempo y espacio del aquí y ahora del cual nos hablaba también el filósofo. Y esos nuevos montos de lo cultural, política y pedagógicamente aprehendido y construido permitió poder soportar los vaivenes de destrucción producto de una nueva oleada del neoliberalismo de nuestro país.
De esta manera, aquellos hechos de violencia que en forma aislada podían abstraerse —y comprenderse antaño— como estado de excepción parecieran que, poco a poco, van dejando huellas en forma de regla. Si las clásicas representaciones de autoridad se ven institucionalmente estalladas, tanto en nuestra ciudad como en nuestro actual mundo: ¿Por qué no habría de pasar entonces lo mismo con la escuela? Si en la Argentina no se cuenta aún con un registro de casos de masacres escolares como modo recurrente de eliminación de nuestra propia gente, es debido casi exclusivamente a la acción política de la escuela pública como representante del Estado para un desigual entramado social, territorial y comunitario.
Sin embargo, pareciera que ante esta nueva realidad con solo esto no alcanza. Y la impotencia de esta imposibilidad se retraduce en una dolorosa afrenta que nos toca profundamente, dirigiéndose tanto al centro de nuestro corazón como al de la escuela y del magisterio. La misma escuela donde se vota, se cuida, se abraza, se ríe, se brinda amparo, se abriga, se aloja, se enseña, se aprende, se juega y se canta. Esa escuela parece desdibujarse en un sórdido detrás de escena el cual, lenta pero recurrentemente, comienza a ser vinculada como parte de lo innombrable. Para acostumbrarla a aquello que no le fue ni nunca le será propio: el miedo, las muertes y las amenazas.
Cómo puede aparecer la escuela como una institución en donde poder refutar, materializar y desarticular la génesis histórica de su transmisión, es algo que como sociedad, Estado y escuela nos tocará analizar en forma conjunta. Volver a gramatizar la escuela demanda preguntarse por su búsqueda histórica de sentidos. Y estos tendrán que ver seguramente con el reagenciamiento colectivo para poder identificar, anudar y desanudar aquel principio rector en donde este monto de sufrimientos acumulados, y su variado concierto de sintomatologías percibidas como políticamente no resueltas, erróneamente allí toman revancha y se reproyectan. Desandando un camino que no hace justicia con el rol ético e histórico de su lugar a lo largo de nuestra historia.
Por eso, para nosotros estos cañones contra las tizas están equivocados. Puesto que si la escuela busca favorecer y alojar los índices de lo propiamente humano que hay siempre en nosotrxs —y en todos nuevos contextos— es que aún rotos seguimos intentando. A pesar de que nos reste o debamos comprender y sincerar qué es lo que queda allí de obturado, y desalojado por fuera de esta simbolización. Seguimos yendo a las escuelas y seguimos aprendiendo y enseñando.
Posiblemente, al igual que cantaba Facundo Cabral, pueda estar sucediendo que “por correr, el hombre no puede pensar, que ni él mismo sabe, para dónde va”. La escuela, a pesar de todo, es aquella institución que desde abajo trabaja incansable, amorosa y pacíficamente para recordárnoslo. Y en este vuelo, bien de abajo, está su verdad.