Beatriz Greco trabajaba como asesora pedagógica en una escuela técnica del barrio porteño de La Boca y era de toparse a diario con una zona impregnada con la presencia del artista plástico Benito Quinquela Martin. Los murales en las calles, sobre los pizarrones de la escuela, los colores de Caminito. Cuando indagó en su biografía descubrió “una historia muy dura pero a la vez maravillosa”, la de un bebé abandonado a fines del siglo XIX en un hogar de niños, adoptado a los siete años por una familia muy humilde de carboneros. Quinquela ayudaba a su padre a hombrear bolsas de carbón a los barcos, y en sus ratos libres se escondía en el altillo de la casa, frente al Riachuelo, a dibujar con carbonilla. Cuando creció y se hizo un destacado artista donó parte de su arte a las instituciones del barrio. Trazando un arco que va de la orfandad a generar la posibilidad de transmitir una herencia cultural a otros.
La historia de Benito Quinquela Martin, en tanto “arte de la transmisión”, es rescatada por María Beatriz Greco en La autoridad como práctica (Homo Sapiens Ediciones), un libro donde la autora —doctora en filosofía y ciencias sociales, y acompañante de proyectos en escuelas— aborda la construcción de cartografías para construir lazos sociales, desde reflexiones y experiencias sobre la educación y la formación docente. “La historia de Quinquela —dice Greco a La Capital— me hace pensar cuántas veces las escuelas recibimos a chicos que pensamos sin herencia o sin bagaje cultural, como si vinieran en blanco o con familias que nos los acompañan. Pero justamente quienes hacemos educación estamos ahí para mostrar que eso no es así, que ellos están inscriptos en una herencia cultural. Tal vez lo que hay que hacer es trabajar para que esa herencia sea transmitida de un modo más colectivo y comunitario. Alejándose de la idea de que si viene de tal barrio no va a poder o que va a fracasar”.
En el prólogo del libro, Alejandra Birgin escribe que “frente al reiterado anuncio de una autoridad pedagógica perdida que algunos celebran y otros miran con nostalgia conservadora, estos ensayos eligen eludir la linealidad”. Greco diferencia autoridad de poder, habla de cómo se construye el vínculo entre docentes, familias y estudiantes y sostiene que la escuela “está para volver a tejer en esa trama que se rompió” con la pandemia.
—Es una pregunta clave, porque lo que empieza a aparecer desde hace algunas décadas, sobre todo a partir de la pandemia, es la pregunta de dónde está o dónde ha quedado la autoridad del docente, con una perspectiva crítica. Se supone que esa autoridad está en crisis, que está caída o que no tiene el mismo reconocimiento que en otros momentos históricos.
—O que incluso se perdió.
—O que se perdió, exactamente. Eso lleva a un declive de la escuela como institución, una cierta percepción caótica de lo que nos pasa en la educación. Lo que me interesa reponer es que la autoridad, más que un lugar dado a una persona como si fuera una posesión, es una relación, una manera de entrar en vínculo con quienes aprenden. En ese sentido, si la autoridad es relación, y si mi lugar de autoridad, más que detentar un poder implica que yo pueda enseñar y hacer que otros aprendan, es una práctica, una manera de hacer. Se puede formar en la medida en que ayudamos a los y las estudiantes de formación docente a ir armando una posición.
—En el libro se hace hincapié en que autoridad no es poder.
—Es un pensamiento que proviene de la filosofía y que lo han trabajado diversos autores. Entre ellos tomo a Hannah Arendt, una filósofa del siglo XX que trabajó los autoritarismos. Ella piensa a la autoridad en su sentido más antiguo, que es fundar algo y hacer que ese algo crezca y se despliegue en el tiempo. Yo creo que los y las docentes hacemos eso: fundamos, proponemos y habilitamos para que otros hagan su propio camino o recorrido.
—¿Cómo se construye esa autoridad en un presente que demanda mayores vínculos democráticos?
—Lo que propongo es pensar en experiencias compartidas, donde claramente quienes hacemos la tarea docente —yo enseño en la universidad— nos formamos para transmitir saberes y haceres, para transmitir objetos de la cultura. Y en esa formación nos habilitamos en un posicionamiento que es diferente, porque es asimétrico en relación a quienes están empezando o recién formándose. Ya sea como docentes o en la escuela secundaria, primaria o inicial. En esas posiciones diferenciadas es interesante advertir que no hay una cuestión jerárquica, que porque yo recorrí un camino estoy por encima tuyo. Tal vez vos recorriste otro camino, y en ese lugar vos podés transmitirme a mí otras cuestiones. Me interesa poner esa clave a jugar, que autoridad no es sinónimo ni de autoritarismo, ni de poder, coerción o aplastamiento del saber.
—¿Cómo analizás ciertas miradas nostálgicas sobre la autoridad escolar?
—Lo que yo creo es que hay que leer la autoridad en las coordenadas del tiempo que nos toca vivir a cada uno. Si nos vamos al comienzo del siglo XX hay allí una autoridad de una institución escolar que no es que fuera antidemocrática, pero sí que tenía una idea de “bajada”, de una autoridad jerárquica. Progresivamente, desde mitad del siglo XX en adelante, y sobre todo con las últimas leyes de educación y de derechos de niñas, niños y adolescentes, en la ampliación de miradas sobre lo que quiere decir una institución democrática, necesitamos cambiar y ejercer de otra manera ese lugar de autoridad. No resignarlo ni dejarlo de lado. O decir “ya está, no hay más autoridad”, sino reconfigurarlo.
—En esa reconfiguración, ¿qué interrogantes aparecieron con la pandemia?
—Aparecieron muchas cosas. En un comienzo trabajaba asesorando a escuelas secundarias y apareció la idea de que bastaba con mandar tareas para que los chicos y chicas resolvieran, y eso tenía que volver. Como si la relación pedagógica se terminara en ese enviar y recibir. Lo que nos fue mostrando la pandemia es que sin vínculo pedagógico es muy compleja la enseñanza. No importa en el nivel en el que estés, lo que cada uno de nosotros aprende lo hace en el marco de una relación. Que puede ser remota, a la distancia, pero siempre tiene que haber mediaciones de diálogo y escucha.
—También hubo un impacto en el ejercicio de la autoridad pedagógica
—Sí, porque una de las reflexiones más interesantes del filósofo Alexandre Kojève es cuando dice que la autoridad está hecha de reconocimientos. La autoridad te la da el otro, quien te está reconociendo. Vos podés obligar a otra persona a que haga lo que vos querés, pero eso no es autoridad. La autoridad es cuando se da en el marco de una relación, que además a quienes ejercemos la autoridad nos excede. Yo enseño en el marco de una institución, con un plan de estudios. Es decir, hay toda una serie de cuestiones que a mi me sostienen como profesora en este lugar. Y a la vez se construye esa autoridad, se va haciendo en el diálogo, en la escucha, en el habilitar y en sostener una mirada de confianza hacia el estudiante.
—Con respecto a la autoridad ha habido casos que muestran tensiones con las familias. ¿Cómo pensás este vínculo?
—Creo que no tendríamos que estar volviendo a las escuelas sin reflexionar sobre esta pregunta. No hay nada automático que resuelva o que aminore el trauma que vivimos en estos dos años de pandemia. El trauma solo se puede mitigar hablándolo y poniéndole sentido. Entonces, la escuela tiene que ayudar a rearmar una trama social. La escuela no lo puede todo, pero hay algo a reponer con esas familias que también fueron muy castigadas, en términos de muertes, enfermedad o hasta pérdida de trabajo. Me parece que hay que pensar otro modo de vincularse, abrir las puertas a las familias y generar muchos más encuentros con familias, chicos y chicas. Hacer sentir que la escuela está para volver a tejer esa trama que se rompió.