Olivier Messiaen (1908-1992) fue un compositor francés de los más relevantes del siglo XX y de la historia de la composición contemporánea. Pertenece a un conjunto de artistas que, a lo largo del siglo XX, lucharon por la emancipación de la disonancia. En los primeros años de la década del 40 fue declarado prisionero de guerra bajo el régimen nazi y trasladado al campo de concentración Stalag VIII-A, de Görlitz (Baja Silesia, Alemania).
Una de las primeras cosas que hizo ni bien llegó a aquel campo de exterminio fue preguntar si entre lxs prisionerxs había alguien que tocara algún instrumento. De esta manera, y bajo esas condiciones de opresión, compuso su Cuarteto para el fin de los tiempos, para clarinete, violín, violonchelo y piano. Una inédita forma de reunir y hacer congregar en aquella instrumentación una doble práctica o efectos a través de un doble ejercicio: estético-político y formativo, de cámara. A partir de esa realidad impuesta por el nazismo tuvo que recomponer con lo que tenía a mano. Era necesario volver a aprender a escuchar de otra manera.
Así fue como esta obra basada en el edicto y misticismo proclamado por el Ángel del Apocalipsis (“Se ha terminado el tiempo”), el compositor francés encuentra tanto en la tragedia como en la disrupción de lo cotidiano una nueva manera de diferenciar y reflexionar acerca no solo de las formas de rehabitarlos, sino fundamentalmente una forma de generar éticamente condiciones para recrear en un presente agobiante, en escenarios posibles capaces de alojar lo humano en el medio del horror propuesto por aquella adversidad.
Dicha obra se estrenó el 15 de enero de 1941 ante cinco mil prisioneros y vigilantes. Años posteriores a su liberación, el compositor exclamó: “Nunca he sido escuchado con tanta atención y comprensión. (...) El frío era atroz, el Stalag estaba cubierto por la nieve. Los cuatro instrumentistas tocaban con instrumentos rotos: el violonchelo de Etienne Pasquier sólo tenía tres cuerdas, las teclas del lado derecho de mi piano bajaban y no se levantaban más. Nuestras vestimentas eran inverosímiles: se me había disfrazado con un traje verde completamente desgarrado, y tenía puestos suecos de madera” (Messiaen, 1997).
Más allá de periodizaciones y contextos políticos muy diferentes, aquello que buscamos evidenciar con esta historia tiene que ver con la capacidad instituyente que pueden contener otras formas de articular e interpelar vidas, situaciones y tiempos. Cuando la desolación, la adversidad y lo disruptivo, se hacen carne y nueva necesidad en concebir mecanismos de validación para que otros reconocimientos tengan lugar. Incluso más allá de las condiciones limitantes que obturan y entorpecen la anhelada pulsión organizativa para capturar o encauzar lo más linealmente posible la vida como metáfora planificadora dentro de lo normal.
Sin embargo, la afectación de los cuerpos, el desamparo y amplificación de desigualdades y subjetividades deslocalizadas por la pandemia, parecieran reeditar la advertencia de aquel Ángel nuevamente: “El tiempo se ha terminado”. Pero la pregunta con raigambre pedagógica que podríamos principalmente animar a hacernos para reinterpretar este nuevo contexto histórico sería: ¿Tiempo para qué, para volver a hacer lo mismo y ser de la misma forma antes de la pandemia, o para tratar de identificar, incorporar y comprender de qué cosas hablan y nos dicen aquellos colectivos, estos conjuntos de nuevas prácticas, las desigualdades antes mencionadas junto a los reconocimientos —políticos, pedagógicos, experienciales, comunitarios, escolares, ambientales, sanitarios— producto de esta nueva adversidad emergente expresada también como dolor social?
Aunque jamás estuvo en discusión el rol e importancia de la presencialidad, la imposición de la misma a toda costa no alcanzó para tapar las ausencias, lo revelado por la pandemia, ni el coraje de lxs niñxs. Tampoco la explosión liberada de saberes de lxs jóvenes, o aquello que aún sigue permaneciendo en el orden político de lo ausente. Es decir, la valoración social de la labor llevada a cabo fundamentalmente por maestras, las prácticas pedagógicas en clave de cuidados y el rol de las escuelas. Si tal como sostiene François Hartog, “las relaciones que una sociedad mantiene con el tiempo parecen estar poco sujetas a discusión y resultar apenas negociables”, el tiempo negado, a diferencia de lo sentenciado por aquel Ángel en cuestión, no ha terminado. Más aún, sigue al acecho y presencialmente vigente.
Por eso pensamos a la adversidad desde un lugar de potencia política y epistemológica que no intenta acallar o subestimar estas realidades insurgentes, vínculos, ni orígenes cuando irrumpen frente a lo ya conocido. Ya que, para nosotros, tienen la potestad de provocar indolentemente un desorden del tiempo: reconfigurando prácticas, generando efectos y reasignando nuevos sentidos. Tanto al interior como al exterior de la escuela. Y que, socialmente, no podrían ser indiferentes. Para los trayectos propios de la formación, tampoco. Esto último a pesar del dolor, las pérdidas y las transmutaciones. Es en este nuevo horizonte donde una inédita estrofa, puede ser canción en el viento. Haciéndose nuevos aprendizajes, desde una nueva grupalidad ineludiblemente emergente, como la hermandad producida en aquel campo, pero ahora inaugurando no tan solo un final, sino anunciando un posible comienzo. Junto a otras lógicas e identidades, y con otras formas de percibir, alojar y ser alojados a través de otros —y junto con otrxs— a través de los tiempos.