Son las cinco y media de la tarde y desde el lado sur de la gran carpa del circo
Rodas se ven por detrás las Torres Dolfines Guaraní. Son dos postales antagónicas; parecen de
siglos diferentes. Falta una hora exacta para el comienzo de la función de este circo que comenzó a
despedirse de Rosario, después de largas semanas con sus noches de carpa llena hasta la bandera y
de tardes laborables con funciones tranquilas y mujeres desparramadas en las butacas masticando
pororó junto a sus hijos.
Decía, falta una hora. La carpa, imponente, brota desde el
suelo húmedo; sus puntas recrean una tienda árabe en medio de algún desierto. Los chicos vuelven de
la escuela. Llegan varios juntos y después cada uno toma un camino distinto hacia el carromato de
su familia. Tata Moine , el capataz del Rodas y único rosarino de la troupe, dice que los pibes
están acostumbrados a empezar las clases por ejemplo en Mar del Plata, continuarlas en Rosario y
llegar a fin de curso en Tucumán. El trailer de los dueños del circo —Jorge Ribeiro Suárez y
su esposa— permanece cerrado, porque ellos están en Buenos Aires. Es el carromato más grande
de todos. Otros, armaron su jardincito al frente. Como para no olvidarse del terruño. "Esto es como
una gran fábrica", dice Tata. Después, entre risas, coincidimos: "Casi un barrio privado". Con 150
habitantes, de los cuales cerca de 50 salen a escena.
Tata, que parece salido de una película de Kusturica, abandonó
el barrio Parque cuando tenía 10 años para irse con el circo que se había instalado en la cuadra.
Así dejó atrás una vida de soledad. Trabajó con elefantes y fue payaso y trapecista muchos años. Ya
no pisa el escenario. Ahora es el capataz. Con él recorremos la carpa vacía (comprada en Italia,
única de un circo argentino con tensores por fuera y sin caños por dentro, me informa), cruzamos el
coreto. Salimos. Visitamos el taller donde se acondicionan los elementos de trabajo y se inventan
otros, caminamos entre la larga fila de carromatos hundidos en las sombras de la tardecita fría
cerca del río. Un par de camiones grandes, como dragones resoplones, escupe un humo gris espeso
desde sus escapes. Varios trailer, detrás de la carpa, hacen las veces de camarines. Nos asomamos,
apenas un par de chicos enrollando largas medias. La mayoría de los artistas se cambian en sus
carromatos, dice Tata.
Había escuchado bastante sobre el famoso Rodas antes de llegar
aquí, pero nunca lo había visto. Hacía 17 años que no venía por Rosario. Después de andar de gira
por otros lugares del mundo, regresó a mediados del año pasado a la provincia de Buenos Aires y
este verano se instaló en Mar del Plata.
¡Damas y caballeros! ¡Niñas y niños! ¡Bienvenidos al
maravilloso mundo del circo! Les llevaremos a un mundo lleno de fantasía y alegría. Un presentador
muy profesional mide con la mirada desde el centro de la pista. Tiene pinta de tanguero y voz de
conductor de programa de catch. Son las seis y media de la tarde de un mísero miércoles. La función
no es con la carpa de bote a bote, ni mucho menos. Pero a nadie, bajo el techo estrellado, parece
importarle.
Yo nunca fui muy leal a los circos. Siempre terminó hartándome
esa perorata del tipo "El circo Tal se enorgullece de presentar al gran número de Incendios de
nieve que, con la inestimable ayuda del público...".
También es cierto que cuando tiene magia y tiene proeza, en
cierta medida, el circo sigue siendo el arte escénico del futuro porque allí todo está permitido,
todo puede pasar. Y el circo Rodas lo es. Al final, los espectadores caen rendidos, uniéndose en
una sola voz y un solo aplauso tras haberse sumergido en una especie de paraísos artificiales que
sólo son capaces de trasladarnos con sus malabarismos la familia Martin, la danza y la fantasía
aérea de José María y María Sol, la cintura cósmica de Nadia, una morocha infernal; los triples
saltos mortales sobre mares imaginarios de los Piratas del Caribe, las contorsiones increíbles de
Matías, el hombre de goma, el equilibrio acrobático de la familia Zelaya, los hermanos Arena
jugándose el pellejo sobre el doble péndulo o las motos suicidas en los Globos de la Muerte.
Después de todo esto y algo más, todos caerán rendidos frente a estas familias de artistas, con sus
padres, sus madres y sus niños trabajando duro en el columpio del circo y de la vida.
"Aquí, los días más tristes son los que no hay función", decía Tata Moine
durante la recorrida. Y seguramente es así.