Un ojo idiotia. Eso es la televisión. Y el pedacito de realidad que muestra a
través de su cristal empañado es siempre deforme. Aunque la disfrace de verdad revelada, no lo es.
Aunque la cámara esté fija, transmita desde el lugar de los hechos, en vivo y en directo, su visión
es parcial.
Charly, tocando frente a la basílica de Luján para la televisión, no es Charly. Es
el Charly que exhibe TN, artista exclusivo del canal, el bufón de la corte de un rey que todo lo
puede y todo lo quiere. El Charly que, por su libertad, desarma y sangra, calla lo que hay detrás
del espejo.
La desilusión, el enojo, la frustración que causó ver a ese Charly, a la luz del
día, rellenito, un poco lento, seguramente empastillado, no fue más que eso, la parte del todo que
expone la pantalla. Un pálido reflejo de lo que es y que jamás, sentados en el living, control
remoto en mano, sabremos.
Verlo cantar sus grandes éxitos al abrigo de la cruz, en compañía de su peor
enemigo, fue el peor desengaño. Como si, en la inevitable hora de su muerte, Batman confesara sus
pecados al Guasón. En busca de una paz que ningún cielo, que ninguna canción, que ninguna droga
puede dar.
Vive rápido, muere joven, deja un cadáver bonito. James Dean sabía de qué hablaba
cuando, antes de dar su último paseo a bordo de su Porsche rojo, se hizo rebelde sin causa. Un punk
con jopo de peluquería, campera de cuero y Levi’s ajustados al cuerpo como una segunda
piel.
Una declaración de principios que el rock hizo suya, sin saber por qué ni para qué,
pero que le costó más vidas que la guerra de Vietnam. Sid Vicius, Kurt Cobain, Jim Morrison, Luca
Prodan. Son las remeras que los chicos llevan a los recitales, sin haber escuchado un disco, sin
saber su dolor.
Esa misma imagen es la que inundó las pantallas, desde Ushuaia a la Quiaca, con el
sobreimpreso "Seguimos rockeando". Una figura bidimensional. Como explican los manuales de
geometría, dos dimensiones: largo y alto, sin profundidad. Así se lo vio a Charly, como un póster
en la pared.
Charly es más que eso. Es un músico, que compuso la banda de sonido de los últimos
treinta años de la Argentina. Es un rebelde, que se rió de todo y de todos, pero más que nadie de
los militares durante los años negros de la dictadura. Pero, ante todo, es un hombre, frágil,
sensible, vulnerable.
Eso no se ve en la pantalla. Nadie lo quiere mostrar, nadie lo quiere ver. No suma
en el minuto a minuto del prime time nocturno. A la noche, cuando las grandes marcas invierten
millones en publicidad en la televisión no hay viejos, no hay pobres, no hay vencidos. Sólo
vencedores.
Los abdominales tiesos de los chicos de "Valientes", las sonrisas de comercial de
pasta dental de los ricos y famosos de "Los exitosos Pells", las colas firmes de las vedettes de
cabaret de "ShowMatch", eso es lo que da rating, eso es lo que hay para ver a la hora de la cena.
Nada más.
Charly vende más cuando se baja los pantalones en el escenario, cuando se tira del
noveno piso a la pileta de un hotel, cuando le tira con un vaso de whisky a una cantante islandesa
que nadie conoce y que nadie quiere conocer, cuando canta en la cárcel donde cayó preso por pegarle
a un paparazzi.
No, claro, cuando se lo llevan a un psiquiátrico, atado a una camilla y a los
gritos. Menos cuando, después de meses de esforzada terapia, vuelve a los escenarios como puede. No
como quiere. Un fantasma del rockero desaforado que rompía las guitarras cuando nadie tenía un
miserable amplificador.
El gran público quiere grandes espectáculos. Bandas que se pintan las caras como si
fueran payasos de circo, cantantes que se sientan en los escritorios del poder a fumar habanos
cubanos, vírgenes lindas y rubias que salten de cama en cama, con el tiempo, maldita daga,
lamiéndoles los pies.
Pero el rock no es eso. El rock es la guitarra de Jimi Hendrix en "Little Wing", la
línea de bajo de "Walk in the Walk Side" de Lou Reed, la voz de Freddy Mercury en "Rapsodia
Bohemia", el pulso infernal de Keith Moon en "Who are You" de los Who, la intensidad de "Black Dog"
de los Zeppelin.
También los dinosaurios, las confesiones de invierno, los superhéroes, las promesas sobre el
bidet, el karma de vivir al sur, las motos que van a mil, son rock. El rock. Ese que no sabe de
profecías, ni de ángeles y demonios, ni de planillas de rating.