Cuando debutó como solista en 2011, después de casi tres décadas de militar en diferentes grupos, Richard Coleman inauguró una etapa inesperadamente luminosa y activa: a partir de entonces editó un disco por año, con presentaciones y buenas críticas, generando una imagen más cercana y familiar de un artista que supo ser el gran dark argentino. “Siempre encuentro una manera de reactivarme”, dice el ex líder de Fricción y Los Siete Delfines, que el año pasado regresó al ruedo con “Incandescente”, su última criatura. El álbum rescata la esencia de las canciones y el espíritu de los objetos obsoletos que se vuelven románticos, y así Coleman registró los demos de los temas en un viejo grabador de los años 80, recuperando el encanto del juego y el sonido del rock clásico. Esta noche, a las 22, el cantante y guitarrista estará presentando sus nuevas canciones junto a su banda en McNamara, Tucumán 1016. Antes de llegar a Rosario, charló con Escenario sobre el difícil proceso de “simplificar” las canciones y explicó por qué lo invitó a tocar a Skay Beilinson. También habló sobre las bandas nuevas y disparó: “A veces me sorprende la falta de autocrítica”.
—Hay una evolución natural en mí, que es la búsqueda de la canción. “Incandescente” es un disco que está directamente orientado a mejorar mi aspecto compositivo. No está tan enfocado en el sonido y en los arreglos de guitarra, aunque hay muchísimo de eso en el disco. Pero desde el vamos mi trabajo estuvo concentrado en tratar de hacer las canciones más simples, más sencillas, lo cual no significa menos trabajo (risas). Al contrario, es más trabajo, porque yo soy complicado por naturaleza. Este proceso es consecuencia directa de mi trabajo previo con un disco de versiones, “A Song Is A Song”, una colección de canciones que me gustaron de toda la vida interpretadas de una manera muy simple, tocadas con una guitarra, o con guitarra y teclado, sin arreglos complejos, desnudándolas. A partir de eso me encontré con que las canciones que más me han gustado son temas muy sencillos, que tienen una resolución perfecta. Entonces me quedé con esas ganas de aplicar ese nuevo entusiasmo, ese nuevo conocimiento en mi propio trabajo. “Incandescente” es un disco que está planteado desde el principio como canciones que están sostenidas sobre instrumentos, que se pueden tocar con la guitarra solamente, sin ser adaptadas.
—Descubrí que me resultaba estimulante rescatar ese juguete de los cajones, un grabador de plástico de 1985: rescatarlo, restaurarlo, conseguir los cassettes y ponerme a trabajar sólo con una guitarra y un micrófono frente al aparatito ese. El juego es parte fundamental de todo el proceso compositivo. Cuando uno está apasionado con su trabajo hay un componente lúdico que es muy importante. El desafío es jugar con las herramientas y encontrarles un nuevo resultado. Proponerme trabajar a espaldas de la computadora, literalmente, sin monitor, sin una pantalla frente a mí, sin un mouse, a mí me resultó muy refrescante. Me daban ganas de subir todos los días un par de horas al estudio que tengo en casa a trabajar con el aparatito con una luz tenue, sin la luz de la computadora. Llega un momento en que no te das cuenta, pero cuando estás tres horas frente a un monitor la cabeza te empieza a funcionar mal (risas). Toda esa magia, ese juego, ese rescatar los juguetes, fue lo que me entusiasmó, y además recuperé el placer del trabajo sobre el instrumento. Yo necesitaba tocar las canciones una y otra vez y encontrarles la musicalidad, sin distraerme con la compu y sin darle tanto a la parte racional del cerebro. Quería hacer una cosa más sencilla, volver al slow food, a la cocción lenta.
—En el primer tema del disco vos cantás “el mundo que yo conozco ya fue, no está” y “aún me quedan algunos discos y mi biblioteca”. ¿Hay una suerte de nostalgia por lo perdido a lo largo del álbum?
—No, yo trato de apartar la nostalgia del panorama. Enumero esos objetos pero sin la nostalgia, les doy una función vital en el tiempo presente. De esa manera también rescaté el grabador de cassette: no lo utilicé como elemento tecnológico, sino que le reasigné un funcionamiento. El trabajo no lo terminé en la cinta, lo terminé en la computadora, como debe ser actualmente. Lo que me gusta es sacar las cosas de antes como si fuesen un juguete nuevo. Cuando en la canción hablo de mis discos y mi biblioteca estoy relatando una velada ideal, iluminada por un “romántico foco de luz incandescente”. En realidad ese foco pelado es un símbolo de dejadez o de pobreza, pero yo lo reasigno como romántico, como algo que está guardado como especial, como una joya, porque cuando se rompa va a ser difícil conseguir otro. Yo no planteo una situación de nostalgia, de extrañar un pasado, y hablo de compartir discos y libros porque son algo especial, no todo el mundo los tiene.
—Uno de los invitados en el disco es Skay Beilinson, un músico que uno no suele relacionar con tu trayectoria. ¿Cómo se da la relación con él?
—Una cosa es la trayectoria, lo que la gente percibe de uno, y lo que uno llega a compartir con la gente. Puede ser que Skay sea parte de mis gustos personales que no han sido públicos, porque no se presentó la ocasión. A Skay yo lo vi tocar por primera vez en 1982 y me quemó el bocho, me pareció un guitarrista único. Yo tenía 19 años y vi y escuché a un músico realmente innovador en su momento, y en todos estos años ha desarrollado una personalidad y un carácter musical que a mí me fascina. Nos hemos cruzado en la vida, en algunas noches en los años 80. El ha venido varias veces a ver shows de Los Siete Delfines con Poli, siempre con buena onda, con una sonrisa, y conversamos de guitarras y de música. Traté de ubicarlo para que participara en “Siberia Country Club”, y por razones de agenda no se pudo concretar. Esta vez había un espacio para él y no lo quise dejar pasar. De hecho el disco se terminó más tarde porque lo esperé a él (risas). Todos los invitados del disco están cumpliendo una función con respecto a las canciones. No son invitados porque son amigos míos o porque son músicos con lo que toco siempre. Un disco no es una fiesta de cumpleaños.
—El año pasado trabajaste como curador de un compilado de bandas nuevas que sacó el sello Geiser, ¿cómo fue esa experiencia?
—Fue muy estimulante. A partir del compromiso me puse a escuchar un montón de música nueva, de bandas jóvenes, de todos lados. Fue bastante arduo, porque escuché unos 120 proyectos. Me sentí muy contento con el resultado. Yo quería hacer un disco de canciones, no estaba seleccionando las bandas por sus cualidades específicas en general. Por ahí había una banda de metal que tenía una balada que estaba buenísima y ese tema quedaba en el compilado. Yo armé un disco como para escuchar caminando o en el auto, que son los momentos en que uno puede escuchar un disco entero.
—¿Qué diferencias hay entre el under de los 80 y el actual?
—Te diría que escuché más el under de ahora que el de los 80 (risas), porque en los 80 escuchaba solamente lo que hacía yo y un grupo de amigos. La manera de compartir la información ahora es muy distinta. Treinta años atrás era otro mundo. También éramos menos, era más difícil acceder a los instrumentos, a los lugares para ensayar. Hoy hay de todo. Yo me encontré con un montón de bandas que creen que ya son bandas y en realidad les falta un montón de agua abajo del puente, un montón de trabajo, y bandas que confunden lo que es hacer rock con sentarse frente a una compu y armar la estructura de una canción. Yo soy muy exigente con la calidad final de todo, y soy así conmigo mismo, me doy con un caño, entonces a veces me sorprende un poco la falta de autocrítica. En eso también tiene mucho que ver el público, que acepta cosas que no tienen un nivel adecuado. Hay una deformación de lo que se está consumiendo. También hay que trabajar sobre el público, no tanto sobre el artista, que el público participe más en la selección de la música.
—Cuando editaste “Siberia Country Club” muchos pensaron que ibas a tardar años en sacar un segundo álbum, pero después sacaste un disco por año. ¿Estás en una etapa distinta, especialmente productiva?
—Se dio así. Hace bastantes años que estoy en un ciclo productivo. Me encontré con menos obstáculos que otras veces, y eso tiene que ver con que como solista tenés un poco más de cintura y de velocidad para tomar algunas decisiones y para asociarte y desasociarte con gente que te puede acompañar en una parte del camino. Ahora me tengo que poner a trabajar para el próximo disco, no me quiero atrasar un año (risas). Después de la presentación en el Opera, el 27 de septiembre, me pondré a componer para el año que viene.
—La última vez que tocaste en Rosario, en 2012, hiciste una versión de “Naturaleza muerta”, un tema que escribiste con Cerati. ¿Esa es una manera de rescatar los temas de Gustavo, que de otra manera no estarían presentes?
—Totalmente. Es una cuestión de respeto hacia la música, además de que es un homenaje a mi amigo. Siempre voy a tener en los shows algunas de las canciones que hice con Gustavo. Ahora estoy tocando “Uno entre mil”: la versioné durante este último año y la estaré tocando por última vez en Rosario hasta nuevo aviso.
—En una entrevista reciente dijiste que te la pasás “decepcionando” al público. ¿Por qué?
—Ese “decepcionando” viene con una sonrisa, es una expresión completa (risas). A mí me divierte salir con algo inesperado, es la mejor manera de mantenerse activo y despierto. Yo siempre encuentro una manera de reactivarme, y busco transmitírselo a los demás. Cuando hice “Incandescente” pensé que tenía que abrir un poco el juego, por eso quise simplificar entre comillas las canciones, no pedir tanta atención, tanta necesidad de completar la obra por parte del público, darles las cosas un poco más procesadas. Me pareció que eso podía acercarme a gente que cayera medio de casualidad cerca de mi área de influencia.