Parecía todo dicho, la gente tímidamente empezaba a desandar el camino a casa,
satisfecha con lo que había visto, con lo que había escuchado, cuando, de pronto, fuera de los
cálculos más optimistas, una melodía familiar, vagamente triste, acarició la noche del Club Ciudad
de Buenos Aires. "Creep", el inesperado primer corte de "Pablo Honey", era la sorpresa que
Radiohead había preparado para su esperado debut en la Argentina.
El corazón de los fans de la banda de Oxford, que obligaron a colgar el letrero
de "localidades agotadas" en la boletería del estadio, dio un vuelco. Sus expectativas, que habían
quedado colmadas al ver que en vivo Thom Yorke era el mismo cantante enérgico, impredecible y sutil
que endulzaba sus oídos en los discos, se desbordaron. Que hubieran incluido en la lista de temas
el primer hit de su carrera era algo que nadie esperaba.
Una ovación interminable despidió al grupo. Un aplauso largo, emocionado y
agradecido lo acompañó cuando, después de dos horas de rock sin concesiones, abandonó el escenario.
Habían presentado su séptimo y último álbum, "In Rainbows", el trabajo que los volvió a poner en el
centro de todas las miradas cuando dejaron que se bajara de internet por el precio que cada uno le
quisiera poner. Una jugada arriesgada e innovadora.
"15 Steps" fue el tema elegido para abrir el show. Thom Yorke, camisa afuera de
los pantalones, pelo corto y lacio, gesto tímido, no es distinto a cualquiera de los chicos que,
los viernes por la tarde, pueblan la plaza Pringles. No es un chico, claro, es un grande, acaso el
más grande creador que dio la escena musical británica en los últimos tiempos, el primero que
entendió, y padeció en carne propia, de qué va el nuevo milenio.
Su voz, capaz de quebrarse en un lamento o volar hasta el espacio exterior a la
velocidad de la luz, es el pulso que mueve a esa maquinaria perfecta que conforma con Jonny
Greenwood, un huracán en la línea del bajo, Colin Greenwood, Ed O’Brien y Phil Selway. Apenas
habla —dejó escapar uno que otro tímido "Ok—", "gracias" y "muchas gracias", en un español
esforzado—, pero su conexión con el público es completa. Física y química.
En las temas melancólicos, como "No Surprises", "Pyramid Song" y "Street Spirit
(Fade Out)", arrastra al público hasta profundidades oscuras y tenebrosas, lo hunde en la depresión
y el dolor. En los bailables, que estallan como fuegos artificiales en el ritmo contagioso que le
imprime con sus movimientos eléctricos a las nuevas versiones de "Jigsaw Falling Into Place",
"Idioteque" y "Bodysnatchers", lo eleva hasta la estratósfera,
No está solo, claro. Si no estuviera a bordo de esa imparable locomotora sónica
no sería lo que es. Sin embargo, cuando uno lo ve sacudirse como un perro rabioso apenas comenzado
el show con "Karma Police", el emblema del álbum con el que conquistaron el planeta rock, "OK
Computer", o languidecer suavemente con "Go Slowly", el lado B de "In Rainbows", se da cuenta que
Thom Yorke es, mal que le pese, el rey Radiohead.
Una corona con la que hoy, en las tierras arrasadas del pop, muchos sueñan y
sólo el puede lucir con orgullo y justicia.