Lo llaman "el violín de Dios". Nació en el monte donde a los seis o siete años,
jugando, se hizo su primer instrumento. Sufrió el desprecio de hablar solamente quichua, pero una
vida de esfuerzos y música le dieron la revancha. Si hasta tradujo el Martín Fierro a su idioma
natal y paseó su orgullo por todo el país y el mundo junto a sus musiqueros santiagueños. El saludo
lo pinta. "Ama Sua, Ama Llulla, Ama Ckella" (Ni ladrón, ni mentiroso, ni holgazán) se le escucha
decir como una lección que enrojece a más de uno.
A los 93 años, don Sixto Palavecino estuvo el fin de semana en Rosario para
recibir los honores al camino realizado. Ese que no termina ni lo hará nunca porque su vitalidad no
lo permitirá. El sábado a la tarde viajó en el avión personal de gobernador de Santiago del Estero
y cuando llegó al hotel sus acompañantes (familiares y músicos) quisieron hacerlo descansar. "¿Para
qué he traído dos trajes?", cuentan que preguntó. Luciendo uno de ellos y después de la entrevista
con LaCapital, partió hacia el Bernardino Rivadavia donde se hacía el primero de los tributos. El
segundo se lo puso ayer en El Círculo, donde la Universidad Nacional de Rosario le entregó el
título de doctor honoris causa y el Concejo Municipal lo declaró visitante distinguido.
—¿Qué significa para usted este reconocimiento?
—Estoy muy agradecido de todo Rosario. Lo que me va a entregar la UNR es
lo más grande que he recibido. Tengo muchos reconocimientos por todos lados (en 1997 la Presidencia
de la Nación lo homenajeó por su aporte cultural), pero declararme doctor es una cosa muy especial
para alguien como yo que ha nacido en los montes, en un paraje que se llama Barrancas. Ahora yo
digo "qué casualidad es que yo que soy de Barrancas reciba este honor en las barrancas donde
Belgrano hizo flamear por primera vez nuestra bandera argentina cuando nos dejaron libres".
—¿Verdad que anda con un violincito que hizo usted mismo cuando era chico?
—Sí, es un violincito que yo he hecho. Y he aprendido música y a tocarlo
solito. Primero, cuando tenía seis o siete años, juntaba botellas vacías y las paraba según el
sonido, de agudos a graves. Hacía una media luna y me paraba con dos palitos y cantaba haciendo el
compás. Con las botellas sacaba las chacareras. Y con la esquina de la boca hacía el violín.
—¿Lo hacía como jugando?
—Cuidaba mi majada, cabras, ovejas, vacunos, yeguarizas. Con ellos
vivíamos, sembrábamos para nuestro consumo y el de los animales. Y mientras tanto en un hueco de un
añoso quebracho yo tenía paradito guardado el violincito, porque mi madre me decía que no me iba a
dejar aprender porque mañana iba a ser un borracho, un calavera. Porque esa fama tenían los
musiqueros.
—¿Qué recuerda de aquella época?
—A los diez años entré en la escuela. En mi casa el habla diaria era
quichua. Yo nunca había hablado una palabra castellana. Allí aprendí el idioma.
—¿Extraña aquel lugar?
—Yo soy criado en esos montes vírgenes que ningún hombre tocó. Quebrachos
colorados, algarrobos y yo conozco cada planta de ese lugar, los remedios que pueden salir de allí
para cada enfermedad.
—¿Cuándo fue a la ciudad?
—Después ya nos fuimos a la ciudad, de grande, con mis hijos y con mi
señora, allí puse una peluquería. He conocido de todo pero más he conocido el monte, los animales,
los pájaros, a todos los conozco perfectamente y así me quedo.
—¿Qué piensa de quienes lo consideran un referente cultural ineludible por su defensa
de las lenguas originarias?
—Desde el vientre de mi madre vengo respirando quichua. Y música. Así he
llegado al mundo. Por eso lo quiero tanto al quichua, que era despreciado por los mayores de las
ciudades. El quichua hasta era prohibido en las escuelas. Y así fue que yo empecé a pensar porque
me daba pena que este idioma de nuestros mayores sea no querido. A la larga lo que yo quería era
arrimarlo al Martín Fierro, porque cuando recién salió también había sido despreciado por los
grandes. José Hernández también era despreciado como el quichua. Pero en vez de arrimarlo lo he
unido, lo he traducido, de ida y vuelta en quichua que es mi lengua desde el vientre de mi
madre.