Spinetta fue, es y será un faro para el rock argentino. Sin necesidad del éxito internacional de Soda Stéreo ni las artimañas “antisistema” de los Redondos se ganó un lugar de privilegio en el Olimpo de los héroes de la música popular, y mucho más, del arte. Su música, su poesía y su actitud ante la vida, la política, el negocio de las discográficas, la educación, los medios: ha sido profundamente amoroso.
Sus fans, los de la primera hora, que temblaban como quinceañeras cuando lo escuchaban cantar “Barro tal vez”, que el Flaco compuso a los 15 años, o “Muchacha ojos de papel”, y los que lo descubrieron y cayeron rendidos a sus pies cuando escucharon el cover de “Bajan” de Gustavo Cerati, lo veneran, como a un Dios de adolescencia, un tótem, cuando nada más alejado que él del estereotipo del “ídolo del rock”.
Es enternecedor ver cómo, a nueve años de su muerte, se multiplican en las redes sociales los homenajes a su carrera, que tuvo hitos de otro planeta, como el show “Las bandas eternas” en el que compartió el escenario con todos los músicos con los que tocó a lo largo de su vida, y a su vida, esas escenas de la vida cotidiana que él, un pibe de barrio con una cabeza cósmica, convirtió en leyendas aún sin quererlo.
Desde su idea, acaso única en la escena rockera nacional, sobre cómo un artista debe pensar el negocio de la música, hasta sus reflexiones sobre la corrupción de los políticos, las desgracias del amor y, por supuesto, la familia, los hijos, que lanzó a la fama con aquel hiperquinético Pechugo con el que grabó “El mono tremendo”, se sumaron al panteón entrañable al que le rinden culto cuentas de Instagram como Halo Lunar.
El negocio de la música
Ahí se puede leer su explicación de 1986, los tiempos de gloria de Jade, sobre la economía del grupo. “Sabemos que si yo repartí todo el dinero equitativamente, más más allá de mi supuesto cartel, es por una cosa ideológica profunda. Siempre traté de valer con mi ejemplo, en esta comunidad de músicos, que es una psicopatía que exista algún músico como si fuera el peón instrumentista de la estrella que tiene al lado”.
“Si para mí, asociarse con el Mono Fontana, Pomo o Leo Sujatovich me parece impresionante, ¡más vale que tengo que repartir lo que cobre con ellos equitativamente! Yo tengo un cartel que es Spinetta y la gente va a ver a verme a mí, y no a Pomo, pero sí creo que Pomo es fundamental en Jade -el mejor grupo que tuve- no lo puedo obviar a la hora de los tejos”, explicaba, sin afán de ser un héroe de la clase trabajadora sino un tipo justo.
Como la famosa tapa de Gente en la que apareció junto a Carolina Peleitti, su novia secreta en 1995, con un cartel colgándole en el pecho que decía: “Leer basura daña la salud. Lean Libros”. Jorge Fernández Díaz, director de la revista por aquellos días, reveló la intimidad del incidente. Contó que al enterarse de la relación y en busca de la primicia les pusieron una guardia periodística en la puerta de la casa, pero el tiro les salió por la culata.
Cansado del acoso de la prensa, Spinetta llamó a Fernández Díaz y le dijo: “¿Vos sos el tipo que me está cagando la vida?”, a lo que el director de Gente le explicó: “No, Flaco, yo no te sigo a vos. Para nosotros la noticia es ella”. Spinetta le preguntó qué tenía que hacer para que lo dejaran tranquilo. La respuesta fue clara: “Salí a la calle, que te cague a flashazos y levanto la guardia”. Y el Flaco lo hizo y les ganó la partida.
Una ruptura dolorosa
El propio Spinetta contó el final del romance: “Sufrí una separación amorosa muy fuerte hace diez años y canalicé todo escribiendo como un animal. Poesía espontánea, ilegible por lo dolorosa y autosufriente diría”. Sus palabras son de 2008. “Fumaba y lloraba y bla bla y pi pí, solo, a altas horas de la noche. Me había convertido en un loco de mierda escribiendo como un boludo, llorando en esa catarsis”, confesó con honestidad brutal.
Los recuerdos son hermosos, las fotos, los detrás de escena, la verdad sobre su relación con Charly García, con Pappo, dos músicos a los que el Spinetta admiraba. Pero los más lindos y más inesperados son los audios que le dejó el Flaco a Machi -sí, el legendario bajista de Invisible- y que compartió amablemente para que todos conocieran quién era en la intimidad su queridísimo Luis Alberto.
“Hola Machi, habla Luis, quizás sea un poco temprano par un noctámbulo, marinero de la verga mayor de barcos argentinos en el sur, necesito hacerte una consulta de índole cibernética, es una palabra antigua, pero yo soy antiguo también...te mando un beso y llamame cuando puedas al estudio”, habla y dice la voz del Flaco en el primero de las grabaciones que le dejó ese día y que, como no obtenía respuesta, llegaron a la media docena.
Insiste, llama una y otra vez y como Machi no da señales de vida improvisa convocatorias cada una más loca que al anterior, lo llama “oficial Rufino” -Machi es el apodo de Carlos Alberto Rufino- y le dice que están en “Peleliú”, que “hay un lío bárbaro, las comunicaciones están bravas y los japoneses están como locos” y que esa noche “hay reunión de comandos” en La Diosa Salvaje, su estudio de grabación en Bajo Belgrano.
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Tiene un problema con la computadora, una Macintosh vaya uno a saber qué modelo indudablemente vintage. Quiere resolverlo cuanto antes y recurre al amigo, al “grumete Carlos Ablerto”, que sabe que lo va a sacar del agua. Siempre confió plenamente en los socios del desierto, en las buenas y en las malas, y nunca jamás perdió ese espíritu de niño grande que, aún en los momentos más difíciles, lo empuja al juego. A la alegría infinita.