“Ella fue mi guía cuando yo era alegre y joven”. Ese no es el verso que empuja al muchacho, alegre y joven, a cruzar la ciudad, a bordo de un colectivo desvencijado, al rayo del sol del mediodía, desde la Barra hasta más allá de donde sus ojos pueden ver, sólo para caminar descalzo por las arenas blancas de esa playa que se llama Itapúa y que, como todas las playas, incluso aquellas que no enternecen en la voz de Caetano Veloso, terminan, o empiezan, quién lo sabe, en el mar.
Sube al colectivo frente al Farol da Barra, en la parada que está justo frente a las mesas de las bahianas que, no importa si es de día o de noche, si el infierno es encantador o no, visten de blanco, con faldas vaporosas bordadas con esmero, el pelo recogido con pañuelos de colores, la piel morena, suave, tensa de sus manos, de sus rostros, que pueden sonreír y hacer que el mundo brille a su alrededor o no hacerlo y entoces sí se entiende de qué va la magia negra.
Están ahí, mientras el muchacho, alegre y joven, espera cumplir su sueño, venden unos bocaditos que lucen deliciosos y llaman acarajé. No son más que bollos de masa de feijao fradinho y camarones, fritos en aceite de dendè, que emanan un aroma que lo impregna todo, el aire marino, el atardecer, las esperanzas y, más que nada, la ropa que, por más fresca y ligera que sea, al final del día, cuando cae agotada sobre el respaldo de la silla que descansa al lado de la cama, conserva su olor.
No hay nada más tentador que la comida callejera, los “fish&chips” en Camden Town en Londres, los tacos de carnitas de cerdo en la estación Chapultepec del Metro en el DF, los hot-dogs desbordantes de mostaza en la Broadway en Nueva York, el impresionante Gatsby que sirven en el Victoria & Alfred Waterfront de Ciudad del Cabo y, por supuesto, los choripanes de la cancha que, sin importar cuánto pueden hacer aumentar el riesgo de sufrir un ACV, son infaltables después un partido de fútbol.
Nada, ni siquiera el llamado de las sirenas de las bahianas puede detener la marcha hacia Itapúa, en ese colectivo repleto de hombres, mujeres y niños que aquí, como en cualquier otra ciudad del mundo, los domingos salen en busca de un poco de la paz que solo es capaz de regalar la madre naturaleza. Sí, los domingos, porque la peregrinación hacia la playa de Caetano, que también fue la de Dorival Caymi y la de Vinicius de Moraes, es un domingo, uno cualquiera de un verano que ya fue.
Lleva un largo rato llegar a destino, pero el viaje vale la pena y no sólo por el paisaje, que es bello, de un lado la costa, las palmeras, las olas que ronronean en un incesante ir y venir, que es un mantra, hipnótico, irresistible y del otro, Salvador, que desde que se puso un pie en la rodoviaria, así le dicen por esos lares a la estación de micros, se llama así, Salvador, y no Bahía, como todos llaman a la ciudad hasta que la conocen, la caminan y la sienten tal y como es, no como la cuentan.
Itapúa es un lugar mágico, aunque al bajar del colectivo, después de correr a máxima velocidad por la avenida oceánica, al ritmo de la batucada incesante de los pasajeros que se divierten hasta con la muerte en los talones, o acaso, se divierten más porque tienen la muerte en los talones, al dejar el vértigo, la locura y el riesgo, al llegar a la arena y caminar hasta el mar, con las havaianas en la mano, y hundir los pies en las olas tibias, parece una playa más, ni siquiera una de las más lindas.
Más allá de las casas bajas, los chiringuitos de techos de paja, las jangadas que duermen la siesta bajo las palmeras ralas, Itapúa ha sido, es y seguramente será por mucho tiempo más el centro de reunión de la bohemia bahiana que, en los 60, cuando era alegre y joven, lideraba, acaso sin quererlo, el bueno de Caetano, quien, como tantos otros, buscaba en sus playas, en sus bares, en sus noches de luna llena, la paz que la ciudad, cada vez más ruidosa, más voraz, le mezquinaba. Y con él iban María Bethania, Gilberto Gil, a veces Gal Costa, antes de la música, antes del tropicalismo.
No hacían más que pasar el domingo al sol, tirados en la arena, escuchando las olas, el tintineo juguetón de los berinbau, viendo a los muchachos ensayar los movimientos elásticos de la capoeira, que lucen como pasos de baile pero en realidad son estrategias de ataque y defensa creadas por los esclavos para estar en forma, listos para dar pelea, a pesar de la mirada vigilante de los amos. Esa legión silenciosa que bajaba de los barcos con sus últimas fuerzas y hoy es el alma de la Bahía.
Eso es lo que confía hacer también ese puñado de hombres, mujeres y niños que bajan del colectivo que para justo frente a la playa. Van cargados, llevan en las manos, esforzadamente, cadeiras, que es como llaman por aquí a las reposeras, canastas, bolsos y heladeras de telgopor, pesadas, repletas de bebidas para refrescar la tarde, y sueños como los que soñaba Vinicius cuando se sentaba con su libro de notas y un chopinho a mirar las chicas, las garotas, y el horizonte o más allá, quién sabe.
Como ese muchacho, alegre y joven, que baja del colectivo, de un salto, último, con una sonrisa tan grande que no le entra en la boca y con un libro, cansado de tanto andar de acá para allá, que en la tapa amarillenta reza: “O caminho para a distancia”. En la plaza que está ahí nomás, tan cerca que se puede sentir la vibración de la playa aún sin verla, se sienta a la mesa, junto al bronce de su ídolo y le pide a un turista, que está allí para lo mismo que él, que le saque una foto. Y se va contento, a mojarse los pies en el mar.
La invitación de Jorge Amado
Salvador de Bahía es la ciudad de los tropicalistas Caetano Veloso, de María Betanhia, de Gilberto Gil, de Gal Costa, también la de Jorge Amado, el autor de “Doña Flor y sus dos maridos”, entre otras maravillas de la literatura. Fue él quien escribió una “Invitación” a la ciudad que seduce y pone la piel de gallina. “Bahía te espera con su fiesta cotidiana. Tus ojos se inundarán de pintoresquismo, pero también se entristecerán ante la miseria que sobra por estas calles coloniales donde se elevan, violentos, los modernos rascacielos”, escribe en un texto que hablar de Yeamanjá, del oro de Sao Francisco y los milagros del Senhor de Bomfim y cuenta que “un pueblo mestizo, cordial, civilizado, pobre y sensible habita en este paisaje de ensueño”.