Lo primero es sacudirse los prejuicios. Que es la Meca del menemismo, que es una ciudad de viejos, que no hay nada más que hacer que ir de shopping, que está llena de “gusanos”, que es más frívola que Susana Giménez y Ricardo Fort juntos, que es grasa, que nada que ver con Nueva York, que nada que ver con LA, que nada que ver con Las Vegas, que si vas a Disney, bueno, entonces sí, dale, pero un par de días, no más, no vale la pena, y así hasta el infinito y más allá.
Es difícil, claro, porque siempre fue, es y será el paraíso de los nuevos ricos que, desde los tiempos del “deme dos”, llenaron Ezeiza de carritos cargados de videocaseteras y televisores color, primero, y monitores LCD y reproductores Blue Ray, después, que compraron en ese local de mala muerte del downtown que les recomendó en voz baja un amigo de un amigo de un amigo y que tiene los precios más bajos y te hace una factura trucha, así zafás de pagar los impuestos al volver. Muy difícil, porque vueles con la compañía que vueles, la cabina va a estar llena de argentinos que se las saben todas, que hablan a los gritos, que caminan de un lado para el otro aunque el letrero de ajustarse los cinturones esté encendido, que visten remeras Ralph Loren, Tommy o Banana y que nombran de memoria direcciones de la Collins como si se tratara de la avenida principal del barrio que los vio nacer y que, por más que se esfuercen en ocultarlo, no es ése ni mucho menos.
Primero lo primero, que se complica porque en el aeropuerto, una vez que la cola de migraciones queda atrás, se advierte que la joven que atiende el mostrador de la agencia de alquiler de autos, el hombretón de pelo ensortijado y lentes gruesos que trapea sin entusiasmo el pasillo y el chico que maneja el carrito de golf que lleva a los pasajeros de una punta a la otra haciendo sonar insistentemente la alarma de alerta, todos hablan español y lo hacen con un inconfundible acento caribeño.
No hace falta ir a Little Havana para sentir el calor de los cubanos que llegaron desde comienzos de los 60 escapando de la Revolución, están en todas partes, aquí, allá, con sus guayaberas coloridas, sus barbas canosas y rodeados por la humareda de los cigarros que fuman incansablemente y que, aunque juran y perjuran que son los auténticos Cohiba, traídos directamente de la isla por un familiar entrañable que logró escapar del régimen castrista de milagro, dan mala espina.
Sus historias, que terminan siempre con una maldición entre dientes, se escuchan en el Versailles, el restaurante a donde se reúne la flor y nata de la comunidad cubana, y también en El Pirata, el pequeño kiosco de cigarrillos sobre la Lincoln, a media cuadra de la Collins, a donde los argentinos, desde que se hizo la ley y también la trampa, van a comprar tarjetas de teléfono que les permiten hablar horas por un precio irrisorio. Son mágicas, no importa cuánto se las use siempre vuelven con carga.
Miami es todo eso que dicen que es, pero también, una ciudad de playa, como Mar del Plata, como Río de Janeiro, sólo que hasta que se le encuentra el ritmo, que no es otro que el de cualquier ciudad de playa del mundo, parece otra cosa. Acaso sean las torres altísimas que se ven a lo lejos y que le dan al paisaje un aspecto urbano que, cuando se baja del auto y se recorre a pie South Beach, el distrito Art Deco, la pasarela de madera que bordea el mar, se revela como lo que es: arena, olas y sol.
También hoteles elegantes, como el Delano, que supo ser de Madonna y que de tanto en tanto, cuando las giras la traen a la ciudad, aloja las fiestas after shows de la Reina del Pop, que siempre son intensas, agitadas y siguen hasta el amanecer, que en el mar, justo frente a la barra del bar, enciende en ocres, rojos y amarillos los pesados cortinados que cubren las ventanas que dan a la playa y el espacioso hall donde ronronea la música suave, chill out, luce como el infierno, tan encantador.
La vida en una ciudad de playa es simple: se desayuna liviano, café, jugo, frutas, se baja hasta la arena, donde una reposera espera mansamente que le hagan compañía y, al sol o en la sombra, depende de la hora y del factor del Hawaian Tropic, se deja que el tiempo pase lentamente, perdido en las páginas de un libro, en la música hipnótica del iPod o en el ir y venir incesante de las olas. Después, una ducha refrescante, un baño con una rica crema humectante y una siesta con aire acondicionado.
Al atardecer, la ciudad, que sin coche es imposible, pero que, después de recorrer los primeros kilómetros, es una invitación a dejarse llevar por sus avenidas amplias y la brisa marina. Entre los barrios más alejados, Coral Gables es el más encantador. Ahí está el señorial Biltmore Hotel, con sus paredes amarillas y sus techos de tejas rojas, y la Venetian Pool, la piscina pública que se construyó donde supo haber la cantera de roca caliza. Lujo de la vieja guardia, como en una película de Al Capone.
Inevitable, Bal Harbour, con sus tiendas de marcas imposibles que si se tiene la suerte de recorrerlo con Carlos Bermejo como guía se revela como un lugar apasionante, lleno de historias y secretos, y es un shopping nomás. Cenar una Waldorf en Carpaccio, a las 7, como les gusta hacerlo a los americanos, y con una copa de vino blanco, es una experiencia embriagadora, tanto que cada señora con el pelo platinado a fuego y faldas de animal print luce como Susana Giménez, aunque no lo sea.
Las tardecitas son como las de cualquier otra ciudad de playa, shopping, en las fábricas de pulloveres en Mar del Plata, en el Aventura Mall en Miami, con la calculadora en la frente para sumarle al cambio el 15 por ciento y, si la suma va más allá de los 300 dólares, el impuesto. Agotador, pero divertido. Como terminar en alguno de los bares de la Ocean, con un mojito con menta en lugar de yerba buena o un Cuba Libre, más apropiado para la ocasión, y la vista clavada en el hotel Cardozo, donde seguro hay fiesta.