Firme y posicionado en la Plaza del Comercio de Lisboa, aunque la actitud suene
rígida e inconveniente en un viaje de placer, con el río Tajo a nuestra espalda y el Arco del
Triunfo al frente, otorgando gloria bélica a la vista, podríamos referir, casi sin equívocos, los
puntos cardinales de las cosas que interesan en la capital de Portugal, no todas por supuesto, pero
sí aquellas que alegran cualquier estancia.
A la derecha de la gran plaza, diseñada por el marqués de Pombal como remedio a
un desastre telúrico, y limitada en su perímetro por edificios oficiales pintados de amarillo, se
erigen el castillo de San Jorge, la catedral de Lisboa y el monasterio de San Vicente, todos
situados en el entorno de la Alfama, célebre barrio donde el medioevo perpetúa su vigencia mediante
calles con vocación de laberinto.
Difícilmente olvide lo que encuentra quien incursiona por primera vez en esas
callejuelas estrechas, y difícilmente podrá reprimir el entusiasmo quien lo haga por segunda o
tercera vez, al revivir la atracción que regalan casas que parecen pobres, balcones y ventanas de
los cuales penden ropas y telas como si fuesen aditamentos escenográficos y paredes pintadas con
colores vistosos, que hacen honor a los tonos llamativos.
Empedrados que suben y bajan, cuestas, escaleras y metal forjado que le ponen
arte y barandillas al caminante necesitado de ayudas, el mismo que se detendrá a la vista de
azulejos y referencias con reminiscencias árabes, cultura protagonista de gustos y costumbres
durante cinco siglos, y que al marcharse dejó como regalo el nombre que evoca a una fuente (Alhama)
o a la población (Aljama), según sea el especialista en etimologías que defina el asunto.
Probablemente sea la Alfama el barrio más célebre de Lisboa, aquel que ha sido
sublimado en creaciones por muchos artistas, a través de fados que consiguieron proyectar notas y
sentires hasta hacerse universales. Muchos la consideran el rincón más auténtico, el más querido
por el pueblo, aquel que sin grandes riquezas ni monumentos impresionantes que ofrecer brinda
flores y olores que se perciben desde lejos, incluso cuando se está llegando a su cercanía a bordo
de tranvías convertidos en símbolos escaladores de colinas, que a pesar de lustros de idas y
venidas, subidas y bajadas mantienen su traqueteo metálico incansable.
Algunas líneas pasan cerca de la Alfama, aproximándose también al castillo de
San Jorge, a sus murallas y jardines, desde los cuales se tiene una de las vistas más bonitas de la
capital, tan atractiva como la que se realiza a partir del Mirador das Portas do Sol, con forma de
plazoleta, que permite contemplar el horizonte fluvial y su puerto.
A pocos minutos de distancia está la Sé, iglesia románica milenaria con pasado
de mezquita y hoy catedral de Lisboa, construida por orden de Alfonso Henriques o Alfonso I de
Borgoña, primer rey de Portugal.
Casco histórico
Abusando de mirada, aquellos que todavía continúen "posicionados" en la Plaza
del Comercio con el Tajo cubriéndoles la retaguardia, podrán encontrar a su izquierda el Barrio
Alto, sumergido en un casco pleno de historia, donde teatros, cafés y establecimientos con solera
hicieron y siguen haciendo las delicias de la gente.
Su nombre se explica porque está situado al norte del Barrio Bajo o Baixa
Pombalina, y para llegar hasta él hay que ascender por una de las siete colinas de la ciudad,
dejando atrás otro enclave imprescindible: el Chiado. Su morfología reconoce diferentes etapas
constructivas, épocas de esplendor y gloria mezcladas con otras de tristeza y destrucción, como la
acontecida después del terremoto que asoló la capital en el año 1755, que entre otros desastres
produjo la muerte de más de 40.000 lisboetas.
En el barrio se mezclan casas residenciales, comercios, palacios, iglesias,
museos, conventos y embajadas, en una mixtura arquitectónica donde se entreveran los mejores
estilos. Lisboa es una ciudad, a pesar de las pendientes, que exige caminatas tranquilas. Ellas
permitirán descubrir, más allá de curvas y requiebros, superficies donde tráfico y urbanismo se
disciplinan en cuadrículas, nacidas tras el dolor gracias al esfuerzo de titanes e inspiración
importada de Francia.
Podría sorprender encontrar en un perfil ciudadano casi caótico un centro donde
las calles están trazadas con reglas, el paralelismo parece cosa de geómetras y la armonía una
virtud para ser mostrada. No obstante la historia lo aclara, fue el fruto de la reconstrucción.
Quienes todavía permanezcan en la Plaza del Comercio habrán constatado, en el
centro del gran rectángulo, la presencia del rey Joao I montado en su caballo de bronce. Parece
estar controlando la obra que iniciara y concluyera gracias al Marqués de Pombal, "¿Qué vamos a
hacer ahora?", se dice que preguntó el monarca a su subordinado tras el incendio que sobrevino al
terremoto. La respuesta se valora al ver el renacer de la metrópoli: "Majestad: cuidar a los vivos,
enterrar a los muertos".