Podríamos decir que a lo largo de toda nuestra historia hemos ejercido esta actividad de manera incansable. Muchas veces de modo “sui generis”, pero otras de manera planeada y organizada. Hasta podríamos decir que dejamos de caminar como animales para erguirnos sobre la faz de la tierra y así poder mirar firmemente sobre un horizonte más lejano. De una u otra manera, este deseo de movernos está grabado en nuestro ADN.
Nacimos para caminar. Para muchos de nosotros el mundo, ese pequeño escenario que nos rodea en la vida cotidiana, se nos torna escaso. Y así, de a poco, se despierta, nuestro espíritu conquistador. Sabemos que en nuestro amanecer las tribus fueron moviéndose de sitio en sitio hasta encontrar el lugar indicado donde asentarse. Pero una vez allí, cuando construyeron sus ciudades, volvieron a sentir la necesidad de conquistar otras tierras, incentivados por el deseo de conocer lo que está más allá de sus fronteras.
El “viaje” está presente en los inicios de la civilización toda. Solo basta con mirar hacia atrás y ver las historias de Marco Polo, la inspiración de Cristóbal Colón, o detener el interés sobre los viajes de Alejandro Magno, un macedónico que, con apenas tres décadas de vida, recorrió un largo camino desde el Mediterráneo a las márgenes del río Indo en Asia. O sin ir demasiado lejos, el recuerdo de los viajes que hacíamos con mi padre, recorriendo cientos de pueblos a lo largo de todo el país, cuando era apenas un niño. Porque viajar es, sin lugar a dudas, moverse de ese punto donde permanecemos estáticos.
Aquí nos desviamos del por qué al qué es viajar. Y entonces entendemos que no hace falta cruzar el planeta, ni escalar los Andes, ni navegar grandes mares. Tampoco el secreto del viaje está puesto en descubrir países o culturas que hablen otro idioma. No es eso. El viaje comienza cuando entramos en un mundo desconocido para nosotros. En ese lugar que no es nuestro lugar. Podemos viajar 100 o 10.000 kilómetros.
Allí donde nos sorprendemos empieza el viaje. Allí donde los cinco sentidos se tornan conscientes. Donde nuestros ojos se ponen atentos a todo lo que nos rodea, donde nos deleitamos con sabores de una gastronomía diferente, donde la música o el sonido de las voces llaman nuestra atención, donde el aroma del incienso de un templo asiático nos invade o donde el hielo del Perito Moreno nos enfría las manos… conscientes de un mundo nuevo.
Mientras pienso todo esto, cientos de personas me rodean en el embarque de un aeropuerto. Van y vienen. Se nota en sus rostros que tienen la misión inconfesable de replicar el deseo de Alejandro Magno de conquistar un mundo desconocido. Ahí van con maletas repletas de sueños, celulares que captarán miles de “selfies” delante de un monumento o sitio que darán cuenta de que cumplieron con su misión.
También están los que vuelven con las maletas repletas de recuerdos, que sirven de pseudo-botines de conquista. En la antigüedad regresaban con ánforas saciadas de especias; en la actualidad basta un par de imanes para la heladera, ¿pero eso nos convierte en auténticos “viajeros Magno”? ¡En absoluto! Lo que nos transforma en viajeros es invisible a cualquiera de los mortales que nos rodea y solo lo puede experimentar otro viajero. La riqueza de un viaje no son los pequeños imanes o los grandes botines; esas son las migajas de la gran fiesta. La riqueza del viaje la lleva uno en el alma, en el corazón, en la mente, en los recuerdos.
El tesoro se guarda para siempre en uno. Es en nosotros donde quedan las imágenes del Gran Bazar o el intenso azul del mar de Santorini. Es en nosotros donde queda la rara sensación de estar en un lugar que dice ser la casa de la Virgen María. Es en nosotros donde queda el recuerdo de un paseo en globo por Capadocia, o de una noche de fiesta en Plaka, teniendo la Acrópolis coronada con el Partenón como único testigo. Entrar en ese mundo desconocido para luego regresar a casa enriquecido por las experiencias vividas en el viaje será nuestro mejor regalo. Cada viaje nos devolverá diferentes, ya no seremos los mismos. Si nuestros cinco sentidos estuvieron bien atentos, seguro pudimos tener la experiencia de ir más allá del horizonte.
Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué viajamos? Viajamos porque sabemos que la mejor manera de crecer es experimentando cosas nuevas. Nacimos para caminar. Somos seres curiosos que miramos asombrados el mundo que nos rodea. ¿Viajamos juntos a nuestro próximo destino?.