La agitación, el nerviosismo, la emoción en el gimnasio de la Asociación Cristiana la noche que pasaron “Woodstock” eran incontenibles. Era plena dictadura y la convocatoria había sido “boca en boca”, la sala estaba llena de pelos largos, camisas floreadas, pantalones pata de elefante, chicos que habían desafiado las advertencias de los padres y que, sin pensarlo dos veces, se habían arriesgado a ir a ver la película, una de las tantas que estaban prohibidas por aquellos años.
Había ambiente de función de cine de matiné de sábado de súper acción, más que de mitin político en la clandestinidad. Risitas cómplices, un paquete de Sugus que iba de mano en mano, uno, dos, tres de esos comentarios de entendidos frente a los que, años más tarde, cuando se los escucha en boca de los hijos, es imposible contener la sonrisa. La luz se apaga y empiezan a aparecer uno tras otros los héroes de rock de esos días, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Santana y el viejo Joe Cocker.
En la trasnoche que siguió en la mesa de la ventana de la Buena Medida, los sentimientos estallaban a borbotones. No haber estado ahí, en el “verano del amor”, en ese 1969 que ya era lejano aquellos días, pero que para la generación que había crecido bajo las botas de los militares era aquí y ahora. Una guitarra en llamas, carteles con la leyenda “Hagamos el amor, no la guerra”, chicas con el torso desnudo y flores en la cabeza que bailaban descalzas bajo la lluvia. El paraíso perdido.
Esa nostalgia por lo que no se vivió se siente cuando se camina por Haight St en busca de la esquina con Ashbury St, en el corazón del barrio hippie de San Francisco. Fue ahí, en esa calle, donde se empezó a soñar con que un mundo mejor era posible, justo cuando Estados Unidos se desangraba en la Guerra de Vietnam. Fue en esas pocas cuadras que van desde Divisadero St hasta el Golden Gate Park donde estallaron la libertad, el color y la música que sacudieron el planeta.
Hace tiempo que se desvanecieron las esperanzas de “amor y paz” de los hippies, sin embargo, en “Frisco”, como le gustaba llamar a Jack Kerouac a la reina de la bahía, todavía se puede ver aquí y allá a los fantasmas de aquellos días. Son jóvenes de ayer, algo perdidos, que visten jeans gastados, camisolas de colores, pelos largos y barbas y fuman los cigarrillos que les piden a los turistas que llegan cargados con pesadas guías de viaje y carísimas cámaras de fotos colgadas al cuello.
Los excesos hicieron estragos entre los chicos que se sumaron ciegamente al credo de “sexo, drogas y rock’n roll” que profesaban sus ídolos en el escenario. Pero el barrio sobrevivió, y se puso de moda, como el movimiento contra cultural que lo elevó a las alturas, en los tiempos que para subir las escaleras al cielo había que tomar LSD y escuchar a Ravi Shankar. Hoy es uno de los paseos más pintorescos de la ciudad, donde se apiñan locales que evocan el esplendor de los dulces 60. Ni bien se pone un pie fuera del Golden Gate Park uno se da de bruces con un McDonalds gigante enfrente del que, durante el día, se reúnen varios homeless que sacuden monedas en un vaso de cartón y piden “change, change”. Unos metros más adelante está Amoeba Music, la disquería independiente más grande del mundo, que atesora más de 100 mil CDs, vinilos y DVDs, nuevos y usados, en un local de 2.200 metros cuadrados que alguna vez fue una pista de bowling.
La caminata se hace lenta, paso a paso, porque de un lado y del otro de la calle hay negocios, vidrieras, detalles que invitan a parar, a mirar y, si uno se descuida, a comprar. La decoración de los frentes, que recrean los iconos que inspiraron a la cultura hippie, es hipnótica. Como el de la casa de tatuajes Cold Steel, que en la entrada tiene llamas amarillas, rojas y plateadas hechas con pequeños trozos de espejos de colores, y una imagen de la diosa Shiva, con el collar de calaveras y todo. En la esquina con Cole St, una parada inevitable, porque el graffiti que cubre la pared lateral de la licorería de Frank’s obliga a la foto, está Earthsong, un simpático negocio que vende chucherías de todo tipo, desde imágenes de Buda, cinturones con barras y estrellas y pins multicolores con el símbolo de la paz, ideales para ponerle punto final a la búsqueda de regalos para los familiares, amigos, vecinos y compañeros de trabajo con necesidades básicas insatisfechas.
Media cuadra más adelante está The Red Victorian, Bed, Breakfast & Art, el coqueto hotel boutique del barrio que cuenta con 18 habitaciones, cada una decorada con un motivo distinto, que evoca los tiempos de gloria de la Era de Acuario. En la vereda de enfrente está Wasteland, una casa de ropa de diseño capaz de provocar un ataque de nervios a una adolescente loca por las compras. Zapatos, vestidos, accesorios tienen ese toque vintage que hace tan atractivo, tan tentador al “hippie chic”.
Aquí y allá hay pequeños y grandes locales que ofrecen toda clase de artículos para el cultivo y el consumo de marihuana. The Pipe Shop tiene una colección de pipas, con formas y motivos tan curiosos -venden una con la forma de la calavera de cristal de la última pelicula de Indiana Jones- que hubieran dejado de una pieza al mismísimo Popeye. The Cannabis Company es el más completo, venden cortinas con forma de hojas verdes y zapatos de tacos altos con bolsillos ocultos.
Finalmente, con los ojos rojos de tanto mirar, se llega al destino, la legendaria esquina de Haight y Ashbury, que le dio nombre al barrio. Hay que buscar el ángulo exacto para que en la foto salgan los carteles de las calles y también algo, lo que sea, que refleje el espíritu del lugar. No hay caso, por más vueltas que se den, la imagen aparece incompleta. Acaso porque lo que falta, lo que con desesperación se intenta captar, ninguna cámara lo pueda retratar.