La mejor época para huir. Sin discusión. Ni bien se encienden las lucecitas de colores del primer arbolito, suena el primer “jingle bells, jingle bells”, ni bien aparecen los primeros pan dulces en la góndola del supermercado, es hora. De partir, sin decir adiós. Si en vez de Rosario, la Argentina, el planeta Tierra, fuera el Enterprise, todo sería más sencillo, con un simple “Teniente Zulu, teletransportación”, en un abrir y cerrar de ojos todo el empalagoso espíritu navideño se esfumaría.
Eso es lo que hace falta, un “Viaje a las estrellas”, a la velocidad warp, esa que ni siquiera despeinaba al capitán Kirk, pero que volaba tan alto, tan rápido, como un pájaro, como un avión, como Superman. Están los que lo intentan, los que por consejo de un amigo del amigo del amigo se compran un pasaje de avión, en oferta, y planean pasar la Nochebuena en el aire, contentos, felices, como si hicieran algo nuevo, distinto, atrevido, como si el resto del año tuvieran los pies en la tierra, como si las locuras de la vida cotidiana no los lanzaran al infinito y más allá. Están convencidos de que cuando den las 12 las azafatas van a recorrer la cabina sirviendo champagne y que el piloto, con un gorro rojo con un pompón blanco, va a pasar a saludar a los pasajeros, uno por uno, mientras lanza el clásico “¡jo, jo, jo, jo!” del Papá Noel cansado y desteñido que se saca fotos en el shopping.
Acaso lo haga en Primera, y vestido de punta en blanco, como lo hace el capitán del crucero que invita a pasar la Navidad a bordo, el que recorre las aguas mansas del Sena, con la Torre Eiffel como un faro inesperado y la mirada severa de mascarones del Pont Neuf como única guía, a un lado la Rive Gauche melancólica, lejana, mientras se aleja lentamente y París, tan lejos, tan cerca, envuelta en un bullicio que, a la distancia, no es más que un rumor. Cena a la luz de las velas, música suave, y el brindis que tintinea con el sonido claro, redondo, apenas agudo, que hacen las copas de cristal cuando chocan. Nada de renos ni pinos de plástico, acaso la nieve, única concesión a la Navidad blanca. París celebra las fiestas de fin de año en las calles, los Champs-Elysées iluminados con estrellas doradas, guirnaldas centelleantes y miles de lamparitas que trepan sobre las ramas peladas de los árboles que coronan la avenida más glamorosa de la ciudad.
Los mercados callejeros, que venden artesanías, adornos navideños y dulces caseros, surgen aquí y allá, el más pintoresco evoca la aldea de Papá Noel, con sus casas de madera y sus arreglos de muérdago, en lo alto de la colina de Montmartre, el más tradicional serpentea por el bulevar Saint Germain y seduce con sus irresistibles crepes de Nutella que, con un tazón de chocolate caliente, son imbatibles para combatir el frío. El capitán del barco espera siempre las grandes ocasiones vestido de gala, más la Nochebuena, que es una velada especial, más para el crucero que ancla en esa fecha crucial frente a la playa de Copacabana. Hay que pisar esa arena la noche del 24, después de la medianoche, y ver las ofrendas a Iemanjá, las velas rojas, las prendas blancas, la espuma de las olas, para intuir de qué van las Navidades en esta parte del mundo.
Que es la colonia y el frica negra, el samba y los fuegos artificiales que caen en cascada desde las terrazas de los grandes hoteles mientras la gente, el pueblo, mira extasiada, baila, ríe, se junta, charla, comparte el trago, sin importarle la facha. Desde cubierta el paisaje es otro, no menos intenso. La fiesta, que en la calle, en la playa, en los balcones de los edificios que son rectángulos, unos más grandes otros pequeños, todos incandescentes, es un samba interminable, cara a cara, sudor y risas, a la distancia es una marea blanca, un latido, que se enciende en rojos y blancos con cada explosión en el cielo. El mar, que solo se deja ver por momentos, ronronea, se mece, acaricia el casco del barco que se mantiene impasible. Los pasajeros, trajes de corte italiano, vestidos largos de diseño, buscan refresco al aire libre, beben, se abandonan a la noche mientras asisten al carnaval con el que Río de Janeiro celebra el nacimiento del hijo de Dios.
Cada ciudad, cada país celebra la Navidad a su modo. En la madrileña Puerta del Sol se reúne una multitud que come una uva por cada campanada del reloj al dar las doce; en Melbourne la gente se reúne
a cantar villancicos a la luz de las velas y hasta el ratón Mickey organiza su gran fiesta en los parques de Disney en Orlando. Sin embargo, no hay Nochebuena como la de Nueva York. La ciudad se transforma. Desde mucho antes de que llegue el gran día los árboles se iluminan, las vidrieras compiten para ver cuál luce el arreglo navideño más original y en las calles los Hombre Araña y los Súper Mario se trasvisten de Papá Noel, hacen sonar su cencerro y lanzan sus risotadas estentóreas.
En el Rockefeller Center arman el arbolito de Navidad, que es altísimo, y los patinadores dan vueltas y vueltas y vueltas a la pista de hielo bajo sus luces titilantes. No es el único, sobre la marquesina del teatro se alza uno de los más altos y bellos, y eso que cada negocio, cada edificio con historia, cada museo y centro cultural le rinde honores a Papá Noel, a sus renos, a los villancicos que suenan en todas partes, en las calles, en los ascensores, en el hall de los hoteles, como si fuera la banda de sonido de la ciudad. Todo de lo que se quiere huir está ahí, todo alrededor, elevado a la máxima potencia y lo peor de todo es que es genial y que dan ganas de volver, siempre.
Cuenta regresiva en Nueva York
Nueva York recibe cada año miles de visitantes en las fiestas de fin de año. El espíritu con que la ciudad celebra la Navidad, las compras, el estilo de siempre de la Gran Manzana son un atractivo irresistible para los turistas. El momento culminante es el descenso de la esfera de Times Square, una tradición que tiene 105 años y que reúne a un millón de personas cada año. Desde lo alto del edificio One Times Square se lanza la cuenta regresiva que a las doce en punto marca el fin del año y el comienzo del nuevo.