Para la gente común, los viajes no tienen misterios: el mar, la montaña y las ciudades. El menú es reducido, pero es el que hay. A nadie se le ocurre hacer un safari en Africa o cruzar Alaska en trineo, y si se le ocurre, lo descarta de plano. Los destinos exóticos, las aventuras extremas, los parajes inexplorados son para los otros, para los que aparecen sumergiéndose en las profundidades de una caverna o escalando la pared de una montaña escarpada, en la pantalla de la BBC o de Travel Channel, como si andar por el mundo, por parajes remotos, sin mapa, sin brújula, fuera lo más natural del mundo y no lo es. La gente común va al mar, a la montaña y a las ciudades, las grandes capitales, las que tienen personalidad, historias y estilo, esas que hay que ver y después morir.
¿Quién no sueña con viajar a Europa o a Estados Unidos? ¿Quién no ha imaginado un paseo al atardecer por la ribera del Sena con la Torre Eiffel como telón de fondo o una noche en Times Square con los ojos ciegos por las pantallas de leds multicolores? Las ciudades, París, Nueva York, Roma, una fantasía que las películas, las de Goddard, las de Woody Allen, las de Fellini, han alimentado durante años y que, cuando se está ahí, frente a la Fontana di Trevi, junto a la Torre de Londres, con la mirada perdida en el horizonte evanescente de la Gran Vía, cobran vida, se vuelven más reales que la ficción. Pero las ciudades, las que se visitan a las corridas en los tours de 20 capitales europeas en 15 días, son misteriosas, inasibles, se muestran pero no se dejan ver. Lo que queda de esos viajes, que son amores y que como flechas van, cruzando el sueño y atravesando al que se le ponga en el camino, es un puñado de fotos y recuerdos rotos, que son fugaces, un eterno resplandor que se ilumina cada vez que hay algo que evoca a las personas, los lugares, los momentos que se vivieron en la carretera.
Una puesta del sol tras los rascacielos en el downtown de Los Angeles, el siseo de las ruedas de las bicicletas que ruedan sobre las calles empedradas en Amsterdam, las olas que rompen endemoniadas contra el muelle de madera en Ciudad del Cabo. De cada ciudad, un recuerdo, que puede ser insignificante o majestuoso, como los transatlánticos que se deslizan silenciosamente en medio de la noche frente al puerto de Génova. En las ciudades, los museos son una parada obligada, aunque uno en su ciudad, en la que ha nacido y que vive, no pasa ni por la puerta cuando, con gran esfuerzo, montan una muestra de uno de esos próceres de la cultura que, en tierras lejanas, se celebran más que el gol de la victoria que le da al equipo de los amores la victoria, en el último minuto, ante su clásico rival. Los museos, las galerías, las obras que después, con el inexorable paso del tiempo, se mezclan, se confunden, se vuelven un revoltijo de nombres, imágenes y sensaciones que dan más vueltas en la cabeza, a tontas y a locas, que el Gusano Loco del parque Independencia.
Ese revoltijo son también las ciudades, las que se recuerdan con nostalgia y las que se quieren borrar de la memoria, de una vez y para siempre. El Louvre, en la Ciudad Luz, la meca de todo turista que pone un pie en la vieja Europa. Lo primero es ir a ver La Gioconda, con la ansiedad de saber si su sonrisa es tan enigmática como se dice. Hay que dar varias vueltas hasta hallarla, preguntar, buscar y volver a buscar hasta que finalmente se llega al salón que alberga la obra de Leonardo da Vinci. Es fácil darse cuenta dónde está porque a su alrededor hay un enjambre de turistas japoneses, tan pegados al blindex que protege la pintura que, más que sacarle una foto, parece que quisieran rozarla con la nariz. Es imposible acercarse y, si uno no se acerca, es imposible verla. Tan pequeña, o tan grande se la imaginaba, que es inevitable sentir una desilusión, igual la sonrisa está ahí, tan enigmática como se esperaba.
En el Museo Británico, en Londres, el impacto no es menor. Ni bien se dejan atrás las imponentes columnas de la entrada y se traspone la puerta, se comprende por qué Inglaterra ha sido y es un país imperial, en los salones se encuentran gran parte de los tesoros de los países conquistados, sobre todo, los egipcios que asombran por la cantidad y calidad de las piezas que integran sus colecciones. También, en vitrinas protegidas con celo, hay manuscritos de los grandes escritores del Reino Unido, incluido Shakespeare, y también de los Beatles, hojas arrancadas de cuadernos con las letras de las canciones más famosas de Lennon y McCartney, un tesoro que los jóvenes aprecian tanto como los borradores de Harry Potter de puño y letra de J.K. Rowling. Acaso el más desordenado, en los recuerdos, claro, porque su orden es maravilloso, sea el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Si se cierran los ojos y se quiere reconstruir el recorrido desde que se entra al edificio del 11W de la calle 53 hasta que, después de subir y bajar escaleras, recorrer salones con obras de Dalí, Pollock, Hopper y, por supuesto, de Warhol y dejarse llevar por ese impulso luminoso que es el arte, se llega a los jardines y se
toma un respiro, solo se van a sentir emociones, fuertes, sanguíneas, que son pinturas abstractas, realistas, gigantes, distraídas, meticulosas, fotos, enormes, pequeñitas, y objetos de diseño tan comunes y curiosos como una máquina de coser y una motoneta italiana que reconstruyen, en un caos delicioso, los rasgos de la cultura pop.
Cada ciudad tiene un santuario dedicado a sus héroes y villanos. En Los Angeles hay un museo de Hollywood, que reúne objetos usados por las estrellas del cine como Marilyn Monroe y Charlie Chaplin en las películas, los trajes que hizo famosos Michael Jackson en sus videos y una sección de ciencia ficción que, con el traje original de Darth Vader en “La guerra de las galaxias” y los del Capitán Kirk y Mr. Spok de “Viaje a las estrellas”, dejaría en estado de coma a Leonard y Sheldon, los nerds de “The Big Bang Theory”. En Amsterdam el turista se puede asomar a la obra de Van Gogh, sus girasoles y sus cielos azules intensos, mientras intuye cómo fue la vida de un artista torturado que murió en la miseria, acosado por los fantasmas de la locura, y cuyas obras hoy valen millones. En Las Vegas hay un museo de la mafia; en Barcelona, uno de Miró; en Liverpool, uno de los Beatles. En San Francisco hay un museo gay; en Madrid, uno del jamón; en Nueva Dehli, uno de los inodoros. Los que dejan huella no son necesariamente los más curiosos sino aquellos en los que hacen realidad las fantasías, como el Smithsoniano del Aire y del Espacio, donde pende de uno de sus altísimos techos la cápsula espacial que llevó por primera vez al hombre a la Luna, el Apolo 11, o el Museo de los Dinosaurios de Blanding, Utah, un pequeño y polvoriento poblado perdido en el desierto de Moab donde, si se tiene la fortuna de llegar hasta él, se sentirá uno de los personajes de “Jurassic Park”, pero con fósiles de verdad. Hechos de la materia con la que se fabrican los sueños.
La virtud de saber cambiar
Los museos son organismos vivos. Las muestras cambian, lo que estaba en un lugar y provocó un shock, al volver ya no está, ha desaparecido misteriosamente. Lo curioso es que esa capacidad de transformarse es su mayor virtud. En el Guggenheim, en Nueva York, pasa todo el tiempo, a tal punto que, cuando presentó una muestra de arte Africano, amaneció con las paredes interiores, pintadas de negro y todo el mundo sabe que originalmente son blancas.