Desde hace más de una década, a su tradicional perfil de playa y centro de compras que la había transformado en el estereotipo de la ciudad frívola y superficial, Miami le fue agregando otras cosas con el objetivo de ampliar su menú turístico. Así la Feria del Libro, las exposiciones de arte, el Museo Pérez, la Orquesta Sinfónica del Nuevo Mundo, barrios con una impronta muy particular como Wynwood, pasaron a constituir una valiosa alternativa para los visitantes. Incluso, la pandemia sirvió para incidir en el perfil de la ciudad, atrayendo a un importante número de población del norte, que además de incrementar de sobre manera el precio de la propiedad inmobiliaria, requieren de otras formas de entretenimiento.
La lentitud del camino nos permite discurrir sobre fútbol, rememorar viejos equipos. La banquina tiene cuatro metros de ancho. Está perfectamente asfaltada. Pero nadie avanza por ahí, todos saben que se es más libre obedeciendo la ley que violándola.
Finalmente arribamos al punto del retraso: un automóvil deportivo, de altísima gama, está detenido en la vía más rápida. Un camión de auxilio con una flecha luminosa marca del desvío. El camino se aclara, pero el retraso es irrecuperable. Llegaremos con el partido comenzado.
Llegamos y aunque no lo crean: no hay trapitos. Sucede que fuera del estadio no se puede estacionar en la calle. Y nadie estaciona. Hay playas de estacionamiento con un par de personajes que andan con un trapo rojo en la mano llamando la atención de los conductores que no tienen espacio dentro del complejo deportivo.
El estadio (de algún modo hay que llamarlo) es una pieza de mecano. Las tribunas son terribles columnas de metal que sostienen a más de veinte mil almas. No hay cemento. Sencillo de armar y desarmar. Entramos rápidamente al predio. Todo está en el celular. Solo con ver la cantidad de autos que hay en la playa, saltan a la vista las virtudes del acierto económico de contratar a Leo. Cuando vine la primera vez, poco después de la pandemia, la playa estaba semivacía y dentro del estado había sólo siete u ocho puestos de venta de comida y uno solo de merchandising del equipo. Ahora, esto es un gran patio de comidas con varios puntos de venta de indumentaria de Inter.
Llegamos a los 13 minutos
Muchísimas camisetas rosadas en el público, pero también de la selección argentina. Es el rosado de las garzas de la Florida. Ellos pegan un tiro en el palo. Los nuestros gritan de emoción cuando avanzan los contrarios. O sea, sus angustias deportivas las expresan con gritos y no con silencio. La “barra brava”, un conjunto musical con mucha percusión y un coro de alrededor de 200 voces, entona una conocida melodía para nosotros: “Amigo Negro José”, de los setenta. Leo camina la cancha.
Minuto 14. Córner. Leo se prepara para patearlo. El estadio se viene abajo. Gritos y zapateo sobre el aluminio de las gradas.
Minuto 17. Arranque de Leo con pelota dominada. Corrida de treinta metros. La gente se delira.
Minuto 20. Sigue llegando gente. Sube las escaleras sin apuro. Se saca fotos. Obstruye la visión. Nadie se enoja.
Minuto 22. Llega el vendedor de agua. No acepta efectivo. Todo con tarjeta.
Minuto 24. Leo encara y lo tumban. Todo el estadio comienza a corearlo: “Me-ssi – Me-ssi!”
Minuto 28: el latinoamericanismo está presente. Muchos ocupan butacas que no les corresponden. Cuando vienen los titulares se levantan. Nadie se molesta. Hay muchos acomodadores que facilitan que esto no ocurra, pero usted ya sabe cómo es.
Minuto 35: el equipo no levanta. Ellos están mejor. Aparece la barra con “Ponga huevos... que esta noche tenemos que ganar”
Minuto 36: Leo mete un pase en profundidad que corta un defensor. Mi amigo me apunta: “se quedó duro”. Y lo veo. Está ahí, parado, como cuando a mí me duele la cintura. Al minuto lo cambian. Lo aplauden a rabiar. Estaba en duda, le digo a mi amigo, pensando que tendrían que haberlo cuidado para la final ante Houston Dynamo -no jugó- y los partidos de la selección de octubre. “Con toda esta gente tenían que ponerlo”, me contesta. Yo me callo. El capitalismo tiene sus reglas.
Minuto 45: Avanza Inter, centro desde la izquierda, el arquero sale mal y deja la pelota flotando. Farías, ex Colón, le mete un boleo preciso. Gooooollllll!!! Fuegos artificiales desde el techo de las dos tribunas, grito de gol a altísimos decibeles desde un parlante y después una cumbia. Delirio entre la gente. Aplauden y gritan. Nadie se abraza. Termina el primer tiempo.
No se necesita ser un sociólogo para entender que, en términos generales, en Estados Unidos, el público concurre a los eventos deportivos para comer. Lo he visto en el básquet, en el béisbol y en el fútbol. En el béisbol he visto mucha gente comiendo, mirando el partido en grandes pantallas. Partidos que se sucedían a sus espaldas. Y eso que para ellos el béisbol no es aburrido.
Bajo y me meto en el inmenso patio de comidas que rodea tres de los cuatro costados de la cancha. Una fiesta para los sentidos, la gente caminando tranquila, haciendo la cola con paciencia, conversando, familias enteras, grupo de chicas adolescentes, todos sacándose fotos, disfrutando. Hay felicidad en los rostros. Nadie se empuja. Nadie se adelanta en la fila. Libre vestimenta: muchos con ropa deportiva, pero también mujeres jóvenes con ropa más de “salir”. Me cruzo con una mujer musulmana, con la cabeza cubierta y la camiseta rosada de Leo. Definitivamente la gente viene de paseo. El fútbol es la excusa. Mucha seguridad y personal dispuesto a ayudar, facilita que el orden sea supremo. Ni un solo papel en el piso.
Algunas curiosidades. Hay puestos por nacionalidad: comida peruana, colombiana, venezolana, ecuatoriana, mejicana y por supuesto argentina. Precios del stand argentino: sándwich de picaña, 19 dólares; tres empanadas de carne 15; milanesa a la napolitana con fritas 16; choripán 16. Hay un puesto que prepara tragos: mojitos, margaritas, tequila con fruta. El más caro vale 22 dólares, el más barato, 14.
Existe un acuerdo entre los puesteros para fijar un precio uniforme a las mercaderías.
Son similares a los que hay en el básquet. No son reglas del mercado, ahí adentro no hay libertad económica. Afuera tampoco. Los concesionarios han acordado un rango para las comidas que van desde los 8 a los 18 dólares y lo mismo sucede con las bebidas sin alcohol, que van entre 5 y 12. Por si tiene hambre le cuento: pan con lechón, 16; una arepa 8; salchipapa colombiana 15; hamburguesa 14; pollo frito 15; super pancho 14: Pop corn 9,50. Bebidas: agua 5,75; coca 5,50. vino 15. Cerveza, depende el tamaño. de 12 a 18.
Si quiere comprar una camiseta de Leo, mejor vea si la encuentra en calle San Luis. O si va a Buenos Aires, pruebe en el Once. Las originales cuestan 185 dólares. Las otras 125. Hay más baratas, pero ya no son las de Leo. Por favor: no haga la conversión, ellos ganan en dólares, nosotros no. Si quiere hacer correlación, una empleada doméstica gana 15 dólares la hora, un albañil raso 10 u 11. Un empleado de Disney (el que se disfraza del Pato Donald) alrededor de 13 dólares la hora. Una consulta a un abogado va de 200 a 500 dólares promedio, según especialidad y prestigio. Hay más caros. Una consulta a un médico: mejor viaje de regreso a Argentina.
No le pida al público americano el fervor que tenemos los argentinos, en particular eso de creer que los que jugamos somos nosotros. Que se trata de algo personal.
Serán muchos, pero muchos, los que llegarán tarde una vez comenzado el segundo tiempo y muchos más los que irán y vendrán durante el partido, cargados de pizzas, hamburguesas, cervezas, gaseosas o lo que sea. También fueron muchos los que cinco minutos antes de terminar el primer tiempo se levantaron para ir antes a los puestos de venta, o los que se irán diez minutos antes de que termine para evitar aglomeraciones a la salida.
El segundo tiempo traerá algunas novedades: se sucederán tres goles, en cada festejo habrá fuegos artificiales. También cambiarán algunas melodías, por ahí aparece aquella de “Estoy saliendo con un chabón...” y después, con el gran Fito Páez y “Dale alegría a mi corazón…”. La hinchada se acuerda del próximo partido contra Orlando. Por la mitad aparece la de “Muchachos...” mundialista. La cancha es una fiesta.
Lo demás continuará igual, gente pasando cargada de comida, familias sacándose fotos. Y claro está, el cierre con fuegos artificiales y música a todo volumen al final del partido.
Nos vamos contentos. Se me hace que cuando uno participa de estos fenómenos en otros países no debe comparar con lo que está habituado a vivir sino tratar de adecuarse a las pautas culturales que lo rodean. No tener apuro, no calentarse si el árbitro se come un offside grande como una casa, no meter la trompa del auto para salir primero del estacionamiento. Si uno lo vive así, sin esa carga emocional que los argentinos le ponemos a las cosas que no se lo merecen, si Leo juega todo el partido o sólo algunos minutos, le aseguro, le resultará menos que un detalle y habrá pasado un momento gratificante, de esos que llevan a pensar: no es cuestión de plata vivir distinto.