Ha llegado envuelto con esmero en un sobre de papel madera sin remitente. Una mañana plomiza, que amenaza con llover hasta no dar más y al final nada, las nubes, negras, amenazantes, lejanas. Una mañana del último otoño, acaso el más triste del que se tenga memoria y el más oscuro también. Ha sonado el timbre, y luego de bajar las escaleras para abrirle al cartero, se descubrió la verdad, el libro, “La Barcelona de Carlos Ruiz Zafón”, de un tal Sergi Dorià, que hasta que pasó por el tamiz implacable de Google, era un ilustre desconocido y ahora es un veterano periodista cultural catalán.
El matasellos de la Generalitát de Catalunya, la única pista del envío, tan misterioso como las historias de Zafón, sus escritores malditos, sus amores malditos, sus largos paseos por una Barcelona maldita que ni siquiera se puede imaginar cuando se camina por la ciudad y lo único que se ve son las luces de colores de los McDonlads, las Zaras, los H&M, que vibran con la agitación juvenil de las chicas que suspiran por los One Direccion, de los chicos que se derriten cuando Katy Perry los mira a los ojos y les canta “vámonos de acá, sin mirar atrás” y el sueño adolescente repentinamente se hace realidad.
Pero está ahí, a la vuelta de la esquina, bajando por la Rambla de Santa Mónica, del otro la de la plaza donde descansa en su silla de mármol, de espaldas al mar, el bueno de Serafí Pitarra, quien como todo buen dramaturgo que se precia de serlo conoce mejor que nadie las artes del egaño y mira sin ver, para el otro lado, como quien no quiere ni por asomo señalar hacia donde hay que ir si se busca lo que todos vienen a buscar en esta parte de la ciudad después de leer “La sombra del viento”. La calle del Arco del Teatro, ahí es donde quieren ir, aunque sepan que no van a encontrar más que fantasmas.
Hasta ese callejón, que avanza pegado a las paredes desde un arco con forma de semicírculo, es a donde el padre lleva a su hijo, Daniel Sempere, en un esfuerzo por ayudarlo a mitigar la pérdida de su madre. Es de madrugada, en 1945, y le enseña el camino al Cementerio de los Libros Olvidados, donde el pequeño encuentra el libro que le cambiará la vida. Por más que se busque y se rebusque no se dará con el viejo portón de madera, que se abre en medio de una fachada barroca, con un picaporte de bronce en forma de diablito. Y es así nomás, porque sólo existe en la imaginación de Ruiz Zafón.
Así y todo, bajar por esa callejuela, que a todas luces, o debería decir, a todas sombras es “más cicatriz que calle”, y llegar hasta el antiguo Convento de los Agustinos Descalzos, donde hoy funciona una agitado centro de artes, es una aventura, un paseo que evoca las correrías del pequeño Sempere, en compañía de su amigo Fermín Romero Torres, que sobrevivió a la prisión del Montjuic, más por el horror de ver como se iban yendo sus colegas, tan presos y tan republicanos como él mismo, en los tiempos de odios y plomo de la guerra civil, que por valentía. Pero sobrevivió, como la leyenda de Julián Carax.
El Chino, el barrio donde suele pasar largas temporadas Manu Chao, tiene mala fama, mucho antes de que se llenara de yonkis y putas y que en sus zaguanes oscuros fuera más fácil darse un pico que un beso, desde los tiempos en los que era el Raval, una Barcelona desangelada donde la modernidad y el diseño nunca han llegado ni en los tiempos de Franco ni en los de Felipillo, porque ahí, en los márgenes, donde las escalinatas siempre bajan, sólo se puede esperar lo peor, el infierno de los vivos, que en la historia de Zafón lo encarna el detective Fumero, torturador, asesino y falangista.
Con el la guía de Sergi Dorià en la mano, todavía envuelta en el sobre papel madera, no se puede evitar salir en busca de la librería de la calle Santa Ana. Una vez más hay que internarse en un callejón oscuro, donde quedan vestigios de un pasado aún más oscuro. En el número 27, sobrevive la Guantería y Complementos Alonso que, con su escaparate de marco de madera con arabescos y sus cristales viscelados, luce exactamente como se imagina el hogar de los Sempere, ahí donde con la esperanza de ganarle la pulseada a la crisis Don Sempere montó un pesebre con luces en las frías Navidades de 1957.
En un extremo las ramblas y la agencia de viajes Marsans, en el otro la avenida del Portal del Angel, que tantas veces David Martín, el periodista de La Voz de la Industria, que se hizo un nombre gracias al folletín “La ciudad de los malditos”, caminó en busca de las “Grandes esperanzas” que le Dickens y Don Sempere, que le había obsequiado el libro al darse cuenta que no lo podía pagar, le habían prometido y que si no fuera por el Diablo, que le ofreció un pacto más que tentador, jamás hubiera tenido. Desde ahí hasta la Plaza de Sant Felip Neri, es una caminata corta a través del Barrio Gótico, un paseo que vale la pena, porque termina donde Nuria Monfort le devela a Daniel la historia de Julián Carax.
El Gótico es una trampa, se va en busca de un lugar, cualquiera sea, y se termina perdido en sus calles, en sus plazoletas, que son diminutas y encantadoras, como la del Pi, donde hacer una parada para beber un chop helado con un plato de olivas verdes, deliciosas, es un placer único. El trazado irregular de las calles del barrio, que en un recodo pueden abrirse a una amplio solar de pisos de piedra o a una imponente iglesia medieval, es un laberinto del que no se quiere salir y que esconde la Basílica de Santa María del Mar y el paseo del Borne y los ecos de su viejo mercado, el paisaje de “El juego del ángel”.
Y todavía hay más y más y más, la Torre de San Sebastián, que une el puerto y la colina de Montjuic, y teleférico donde David Martín se encontrará con el editor Andreas Corelli para sellar su destino, y la avenida del Tibidabo, por la que Daniel sube en el Tranvía Azul, solo, con el corazón latiéndole tan fuerte que parece que se le va a salir del pecho y se detiene en el número 32, la mítica dirección de la casona de la familia Aldaya, donde los temores se hacen realidad. Hasta el Parque Güell, esa creación endemoniada del viejo Gaudí, que tiene a un dragón de mil colores como centinela y es la residencia del patrón.
“Siempre he sabido que algún día volvería a estas calles para contar la historia del hombre que perdió el alma y el nombre entre las sombras de aquella Barcelona sumergida en el turbio sueño de un tiempo de cenizas y silencio”, confiesa en “El prisionero del cielo” Julián Carax, un escritor empeñado en quemar sus libros para que nadie se acuerde de él, ni de su desgracia, y sus palabras suenan como una maldición que para el viajero, que llega a la ciudad con un libro envuelto en en sobre de papel madera que no sabe cómo llegó hasta sus manos es una promesa. Una bendición.