Los sentidos se van durmiendo, reposan. Nos movemos en masa, y la capacidad de asombro va disminuyendo a medida que avanzan los años. Nos vamos todos de vacaciones a los mismos lugares de moda, tomamos cervezas en los bares donde hay amontonamiento de gente, hacemos todos lo mismo. Y, cuando uno se permite el lujo de salirse de los lugares comunes, empiezan a pasar cosas increíbles.
Hace algunas semanas, acabo de volver de Africa por quinta vez. El imaginario social hace que, en reuniones con amigos, en el trabajo, o por redes sociales, haya preguntas recurrentes: "¿y no es peligroso?", "¿hay mucha gente con hambre?", y a todo respondo no, no y no. Hay países y países, hay zonas y zonas, pero nada es como nos enseñaron, o como aprendimos.
Windhoek y Gaborone, por ejemplo, tienen campus universitarios que no vi en Europa. Ciudad del Cabo tiene tiendas de lujo que no hay en otras partes. Los caminos de Tanzania son envidiables; la cultura milenaria de Etiopía emociona. Las playas de Seychelles son las mejores del mundo. Los sabores de Kenia, el caos de Egipto, las nochecitas de Zanzíbar. Todo eso altera nuestro cuerpo, nuestras papilas gustativas, nuestro olfato, el tacto, y el alma.
Namibia, por ejemplo, es un país para recorrer entero, sin problema alguno, con familia o amigos. Hay ciudades fabulosas, legado del pasado holandés y alemán. Y hay pueblos originarios, y demasiada amabilidad en todas partes. Parques Nacionales de centenares de kilómetros, ríos, playas, océano, paisajes de postales, cataratas, y el desierto más antiguo del mundo, con arenas naranjas que llegan hasta el mar.
Cuando llegamos al aeropuerto, teníamos alquilada una camioneta, y a los pocos kilómetros de recorrido, estábamos gritando como adolescentes que ven de cerca a su ídolo. Se empezaron a cruzar en el camino todo tipo de animales, y no podíamos creer lo que veíamos. Más adelante, tuvimos que parar la marcha varias veces por grupos de elefantes, monos o jirafas que le hacían caso omiso a nuestra presencia. Los animales allí son libres, y abundan, y no hay peligro.
La gente es generosa en extremo, y no escatiman sonrisas. Es un paraíso para los fotógrafos, los amantes de la naturaleza y los que gozan de lo auténtico. No dudo de que, en no muchos años, Namibia se va a poner de moda y ya nada será lo mismo. No digan que no se los advertí.
Tengo decenas de historias y sensaciones. Dormimos en tribus y en hoteles de lujo. Comimos riquísimo en todas partes. Lloramos de emoción varias veces. Vimos los mejores atardeceres de los que tengamos recuerdo. Contemplamos más estrellas de las que imaginábamos que existían. E hicimos silencios que fueron mágicos, y escuchamos ruidos que también. Y, desde nuestro desconocimiento, nunca supimos si estábamos en el medio de la nada o, más que nunca, nos encontrábamos en el medio de todo.