El triunfo de Gabriel Boric en las elecciones presidenciales de Chile deja al menos tres lecciones políticas de este lado de la cordillera para el progresismo, las derechas y la dirigencia política en su conjunto.
Por Mariano D'Arrigo
El triunfo de Gabriel Boric en las elecciones presidenciales de Chile deja al menos tres lecciones políticas de este lado de la cordillera para el progresismo, las derechas y la dirigencia política en su conjunto.
Para el progresismo, el primer aprendizaje es la articulación de agendas: en contraste con la vieja izquierda, encerrada en las reivindicaciones económicas, pero también con las izquierdas que sólo se enfocan en la llamada política de la identidad, el candidato de la alianza Apruebo Dignidad mixturó la agenda de cambios en el sistema de salud, educación y el régimen jubilatorio, con las demandas de igualdad de género y cuidado del ambiente.
Emergente de las luchas estudiantiles de hace una década, Boric representa a sectores que se ubican a la izquierda de la ex Concertación pero levanta un programa de reformas socioeconómicas con ADN más próximo al de la socialdemocracia escandinava que al del socialismo del siglo XXI de los primeros 2000. De hecho, Boric cuestionó la deriva autoritaria de Nicolás Maduro y Daniel Ortega y la violación de los derechos humanos en Venezuela y Nicaragua, un tema tabú para la izquierda latinoamericana.
La segunda lección es para las derechas: la radicalización puede servir para galvanizar y movilizar a un núcleo duro -integrado, entre otros, por nostálgicos del pinochetismo y las jerarquías tradicionales-, e incluso meterse en una segunda vuelta, pero no es suficiente para construir mayorías.
Una vez barridos a los candidatos del centro y la derecha clásica, José Antonio Kast no supo cómo conectar con otros electorados, como las mujeres, la diversidad sexual y aquellos que encarnan a un Chile más progresista en el terreno cultural.
La tercera lección es que la institucionalización del sistema de partidos es condición necesaria, pero no suficiente, para que la democracia funcione aceitadamente. Durante años, el sistema de partidos parecía sólido, pero adentro estaba seco: las fuerzas políticas se fueron desenganchando de la sociedad que debían representar. La historia es conocida: el sistema voló por los aires con el estallido de 2019 y en las elecciones siguientes -constituyentes, locales y presidenciales- el centro implosionó.
¿Cómo se traducen estas lecciones en la Argentina?
Con el Frente de Todos atravesado por las internas, con la espada de Damocles del acuerdo con el FMI pendiendo sobre la cabeza de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, al gobierno no encuentra espacio para proponer una agenda más allá de las urgencias del corto plazo.
Si los principales desafíos de Boric son cómo avanzar con un paquete de reformas ambiciosas con minoría en el Congreso y cómo responder a la vez a demandas aparentemente contradictorias de cambio y orden, todo en el medio de una reforma constitucional de resultado abierto, la ecuación que debe resolver un Frente de Todos que se desgastó prematuramente es cómo volver políticamente viable el ajuste que ya demandan los burócratas del Fondo.
En Juntos por el Cambio, donde se aceleraron los tiempos por la posibilidad concreta de volver al poder en 2023, la pregunta es hacia dónde ampliar. Los halcones miran hacia la derecha; las palomas, hacia el centro y un sector del peronismo. Más allá de cómo se resuelva la pulseada, unos y otros deberían tener claro que después de la edad de oro del Consenso de Washington, ninguna expresión de derecha -ni la versión más empresarial ni la populista- logró consolidar en América en los últimos años un proyecto duradero.
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Por último, el sistema político. El eterno empate entre dos proyectos -esquemáticamente, uno asentado en la industria y el mercado interno, y otro en el agro y los servicios y la apertura de la economía- y que encarna en las dos principales coaliciones, expresa un equilibrio disfuncional, del que la clase política argentina no quiere o no sabe cómo salir. Las fuerzas políticas representan el desacuerdo que anida en la sociedad, pero no pueden romper el bloqueo mutuo.
En este punto, las situaciones en Chile y Argentina son opuestas: si tras la cordillera debaten cómo hacer más inclusivo un modelo basado en la exportación de cobre y materias primas, que nadie discute, en el país el Estado se concentró casi exclusivamente en la contención social y se olvidó del desarrollo.
El caso de Chubut marca un contraste ilustrativo: mientras la economía sigue sedienta de dólares, ni el gobierno nacional ni provincial supieron armar una coalición a favor del proyecto minero y tuvieron que dar marcha atrás entre fuertes protestas y represión, justo a veinte años de la explosión del 19 y 20 de diciembre de 2001, que terminó con el gobierno de la Alianza.