Acaso pueda asegurarse que la insurrección del Gueto de Varsovia en la primavera
de 1943 es uno de los episodios del siglo XX que condensa de manera más que luminosa la resistencia
de los seres humanos a ser fagocitados por la barbarie. No es que no existan a lo largo de la
historia contemporánea acontecimientos que merezcan ocupar ese sitio, sólo que esta rebelión,
iniciada en la víspera del día 19 de abril, no deja de ser un territorio pródigo sobre el cual
desplegar múltiples interrogaciones en torno a conceptos como los de resistencia y heroísmo.
El Levantamiento del Gueto de Varsovia no fue considerado del mismo modo a lo
largo de la historia. La necesidad de oponer la imagen de un pueblo conducido como ovejas al
matadero contribuyó a hacer de esta rebelión una imagen opuesta a la que diseñaban con sus cuerpos
los más de cuatrocientos mil hombres y mujeres que fueron deportados desde la plaza central de ese
gueto hasta el campo de exterminio de Treblinka. Para quienes insistían en señalar perversa e
injustamente la docilidad de las víctimas frente a la voluntad de exterminio, el gran relato de
esta rebelión venía a contar otra versión de la historia, o al menos a advertir la injusticia de
resumir en una imagen de pasividad y sometimiento absolutos al conjunto de las víctimas del
nazismo.
La rebelión del gueto fue una decisión tomada por un grupo de jóvenes que, ante
la evidencia de que los llamados traslados no eran otra cosa que un camino a la muerte, decidió
alzarse en armas y resistir con el último aliento al cumplimiento de la orden de exterminio. De ese
puñado de jóvenes rebeldes liderado por Mordejai Anilevich y que hizo su lugar de reunión y
resistencia en la mítica casa de la calle Milá 18, Marek Edelman es el único sobreviviente.
En 1945, a pocos meses de concluida la guerra, Edelman brindó su primer
testimonio acerca de esa rebelión a un grupo de políticos del Bund (Unión de Trabajadores Judíos de
Rusia, Polonia y Lituania). Intentó que no quedara en el olvido nada de lo que él había sido
testigo y protagonista. Pero, su testimonio decepcionó: su relato carecía de heroísmo. No
presentaba a sus compañeros de lucha como aguerridos guerreros, destacaba la inexperiencia y el
afán de protagonismo de muchos de ellos y se detenía en el relato de acciones acaso menores. En
otras palabras, su testimonio de 1945 no era lo que la burocracia política aliada a Moscú esperaba
escuchar de un héroe ni mucho menos serviría para fundir en bronce el cuerpo de los resistentes
asfixiados bajo las ruinas del gueto.
Treinta años más tarde de ese primer testimonio, la escritora polaca Hanna Krall
convocó a Edelman —quien aún vive en Varsovia—, para una entrevista que luego
adquiriría forma de libro. A partir de ese diálogo surgió Ganarle a Dios (Edhasa), que puede ser
considerado uno de los más valiosos trabajos que se hayan escrito sobre ese episodio central de la
Segunda Guerra Mundial.
El libro entrevista de Krall fue publicado en 1977, e inmediatamente prohibido
por las autoridades comunistas polacas por su visión nada consagratoria de la lucha armada, lo que
hizo que el volumen comenzara a circular de manera clandestina. Mientras tanto, Edelman siguió
viviendo en Varsovia, negándose a ser reconocido como héroe y mucho menos a aceptar halagos por
parte de las autoridades polacas o de las instituciones oficiales dedicadas a homenajear a los
sobrevivientes del Holocausto.
Las páginas del libro de Krall están armadas bajo la forma de un complejo
montaje en el que el pasado alterna con el presente. Por momentos el relato de la insurrección
salta a situaciones de la vida presente de Edelman, centrada en su labor de cirujano en un hospital
de Lodz. Una actividad que le permite al antiguo resistente reflexionar sobre la fragilidad de la
vida humana con la misma intensidad con que, recordando los días de la rebelión, lee e interpreta
descarnada y humanamente las acciones de sus camaradas combatientes.
Era previsible el escándalo que esta versión de la historia habría de producir.
Hanna Krall llegó a sostener que si Edelman había guardado silencio después de haber brindado su
primer testimonio en 1945 era por pura delicadeza. Es decir, refugiado en su silencio interpretó
que nadie o sólo unos pocos estarían decididos a querer saber que esos maravillosos días de
rebeldía frente a la maquinaria de exterminio nazi eran un capítulo de la historia humana y que no
merecían pasar a ser un patrimonio de los escultores ávidos de construir monumentos exaltatorios o
de un mundo necesitado de escuchar relatos épicos. " ¿Mordejai Anielewicz? Cómo podría olvidarlo:
llegó a comandar a los rebeldes porque acariciaba esa ambición en la que había algo de pueril",
recuerda Edelman al tiempo que evoca a sus compañeros del refugio de la calle Milá 18, entre otros,
a algunas prostitutas y a un cafisho con los bíceps tatuados, todo eso en medio de la gran
hecatombe.
En otro de los fragmentos y frente a la pregunta que le formula Krall de cómo
sobrevivió al aniquilamiento del gueto, Edelman apela a lo fortuito: iba a ser asesinado y el
astigmatismo del soldado alemán hizo que las balas de su ametralladora fueran a dar a cualquier
lugar menos a su cuerpo. Es decir, un hecho menor, azaroso, casi risueño, difícil de inscribir en
ningún epitafio o al pie de ningún monumento postrero.
Podría decirse que Edelman deconstruye con su versión de los hechos las páginas
de la consagrada novela de León Uris —escrita en 1967— en la que la rebelión y sus
protagonistas son elevados a la condición de santos, al tiempo que por ese mismo procedimiento,
despojados de algo esencial: su nuda condición humana, algo que Edelman ratifica cuando se detiene
a mirar el conjunto escultórico que hoy en Varsovia evoca a Mijal Klepfisz, una de las
combatientes: "un hombre que saca el pecho, fusil en mano, una granada en la otra, tendido hacia
adelante, cartuchera al cinto, valija de plana mayor en bandolera. Ninguno de los insurgentes se
encontró nunca así. Les faltaban armas, equipos, estaban horriblemente ennegrecidos y sucios".
Los usos del pasado y de las memorias es un factor común a la construcción de
las identidades nacionales. Un episodio como la rebelión del gueto era y es materia propicia para
este fin. En La nación y la muerte, la historiadora israelí Idit Zertal explica cómo este
acontecimiento fue transformándose con el paso del tiempo hasta encontrar una matriz que permitiera
encajarlo en la sintaxis histórica: el suicidio de Mordejai Anilevich, y de buena parte de la
dirigencia insurreccional del gueto —dice Zertal— evoca al suicidio de los zelotes en
la fortaleza de Masada dos mil años atrás. Según la investigadora, la determinación de batirse
hasta la victoria o la muerte se convirtió en un rasgo del ideario sionista y, por esta razón, no
sólo Masada, sino también el Gueto de Varsovia, empezaron a considerarse como exemplum de la
epopeya milenaria que habría precedido al nacimiento de Israel en 1948. El testimonio de Edelman,
obviamente, no convalida esa serie o en todo caso la pone críticamente en cuestión.
El libro de Hanna es una obra indispensable para poder pensar ya no el hecho
histórico en sí sino algo mucho más complejo como las formas del recuerdo, su uso, pero aún más, la
cruda dimensión humana que poseen los sujetos históricos tantas veces eludida u olvidada por las
interpretaciones históricas. Reponer esa dimensión indispensable, dándole lugar al alma humana
—con todas sus luces y con todas sus sombras— es el empeño al que dedicó Marek Edelman
su vida antes y después de la rebelión del gueto y que Krall interpreta en su transposición al
relato con magistral inteligencia.