Hay gente que habita las ciudades en total anonimato. Casi una obviedad, pero
algunos se empecinan en pasar desapercibidos. Sólo pretenden existir en su propio mundo. Y son
felices o creen serlo. Hasta que algo los amenaza, y la felicidad cambia de rostro. Una figura
hostil comienza a perserguirlos. Fobia, paranoia o el moderno ataque de pánico componen el cuadro
clínico. O el perfil, en este caso del protagonista de la última novela de Luis Gusmán: El
peletero.
Este sujeto, un incipiente individuo cuya figura va tomando solidez a medida que
avanza la trama, es dueño de una peletería. Casado más o menos felizmente en algún momento, ahora
está solo. Su hijo lo encuentra de tanto y tanto, sin mayores novedades. Pero él tiene una
obsesión: el negocio decae de la mano de la onda ecologista.
Habituado a una rutina cada vez más triste es usuario empedernido del delivery:
de alimentos y de chicas. Placeres rápidos.
Sin embargo, su diabetes lo hace frágil en algún punto y su oficio,
vulnerable.
Tras darse cuenta que en soledad poco logrará, planea un contraataque hacia los
ecologistas y para eso busca ayuda.
Así llega a un grupo un tanto desparejo de trabajadores del río que los sumergen
no en el agua, claro, sino en un mundo desconocido.
La curiosidad y la posibilidad de hacer amigos atemperan su paranoia al
encontrar compañeros de causa y avanza hacia su objetivo.
Gusmán retrata un ser urbano amenazado, una especie en extinción: el
peletero.
Hasta cierto punto políticamente incorrecto, el escritor y psicoanalista hace
que su personaje rechace las culpas que los verdes pretenden, aunque indirectamente, endilgarle al
pobre Landa, el vendedor de pieles. "Pero yo no mato los animales", se defiende en más de una
oportunidad.
El río, ese mundo
La incursión del peletero por las márgenes de Dock Sur lo llevan a descubrir
historias impensadas.
Marginales alucinados por la crudeza de la vida, fantasmas de un presente que se
debate entre la miseria y el olvido, ofrecen sin embargo la posibilidad de aventura a Landa. La
vida comienza a tener un sentido. No es poco.
Y él la acepta, por soledad o por intuición. Quizá en ese recorrido es cuando la
novela, por momentos, se torna un tanto delirante, aunque luego a la distancia todo parece una
ensoñación, y como tal una irrupción del género fantástico en pleno relato realista. Algo tan
posible como cuando en plena ciudad se cruza la miseria con la soledad o, peor aún, con el
olvido.
Piel y hueso, el hambre y las ganas de comer, esas frases tan comunes parecen
tomar sentido y cuerpo en los personajes de El peletero, un manojo de antihéroes que Gusmán rescata
de cierto ámbito popular sin caer en populismos.
Del otro lado, la ciudad avanza y en el camino olvida que alguna vez tuvo piel,
y se ufana hoy de preferir las sintéticas o ecológicas.