La decisión de Patricio Henríquez (Santiago de Chile, 1948) de rescatar del
olvido la conducta de determinadas personas públicas y anónimas es el resultado de las experiencias
de su propia vida. Secretario de prensa de Hortensia Bussi (esposa de Salvador Allende) y director
del canal 9 de la Universidad de Chile en los años 70, apenas Augusto Pinochet se apoderó del
gobierno fue detenido y en 1974 debió dejar su país para instalarse en Canadá. Tiempo después filmó
11 de septiembre, 1973: El último combate de Salvador Allende (1999), una rigurosa reconstrucción
de los hechos que terminaron con el gobierno socialista y la vida de su presidente.
Una invitación del Festival Latinoamericano de Video de Rosario le permitió
reencontrarse con esos recuerdos, con esas imágenes, frente a numerosos espectadores en el teatro
La Comedia. Además pudo desplegar su valiosa obra y sus conocimientos en una retrospectiva y un
seminario que dictó en la sala del Museo Diario La Capital. En un momento de su intensa actividad
de esos días, dialogó con Señales.
—En una bandera que le hicieron firmar en el teatro, usted escribió: "Lo que la
memoria no registra no existe". ¿Allí estaría la esencia del documental?
—No, una parte, porque hay todo tipo de documentales y está bien que sea
así. Lo que ocurre es que la memoria humana es una capacidad que uno tiene que no es eficaz ciento
por ciento. Se puede almacenar mucha información pero, inevitablemente, hay cosas que van quedando
en el olvido. Y a veces los olvidos se programan, también. Es terrible, porque lo que la memoria no
registra es como si jamás hubiera existido.
—Los registros sonoros y fílmicos que van guardándose ¿serían como la materialización
de la memoria?
—Sí. Los manuales de historia también ayudan a eso, pero creo que, como
desgraciadamente la gente no lee, al documental se le carga la responsabilidad de ser como un
manual de historia. Y no es el medio adecuado, el libro de historia tiene un rigor que el
documental no puede alcanzar porque es cine, y por lo tanto tiene una función de entretenimiento,
una estructura dramática. Los dos se complementan, pero si uno va por la calle y alguien habla de
las pirámides de Egipto, seguramente es porque lo vio en un documental y no porque lo leyó en una
enciclopedia. De ahí la falsa idea de lo que debe ser el documental.
—En el caso de El último combate de Salvador Allende, se va contando lo que
pasó ese día con flashbacks que agregan datos de cómo llegó al poder y comenzó a ser resistido por
algunos sectores.
—Yo no estaba muy convencido de poner esos flashbacks porque a mí me
interesaba contar la historia de ese día. Pero había una estructura dramática, un guión. Aunque yo
creo que, en cierto sentido, el que lo escribió fue Allende. En la calma que tienen sus discursos
se nota que ha sido un hombre que ha previsto que ese día iba a llegar y lo ha preparado, él sabía
lo que iba a decir. Era el único que estaba tranquilo, los demás temían por sus vidas y estaban en
un estado de angustia. Allende no, hasta hace un discurso poético. Mi convicción es que tenía una
cita con la muerte. Todos los políticos necesitan recompensas, como todo ser humano, y la suya fue
el paso a la Historia. Hay otros políticos en América Latina que, lamentablemente, tienen
recompensas más materiales, o maletas llenas de dólares.
—¿Qué debería hacerse para que una película documental se aparte del mero testimonio
periodístico?
—Todos los documentalistas que hemos sido periodistas sentimos, en algún
momento, que las reglas del periodismo se transforman en un camino muy estrecho, sobre todo porque
hay obligaciones de rigurosidad que son necesarias en el periodismo. El periodista —como el
historiador— no puede conservar una información importante mucho tiempo, su obligación es
entregarla. El documentalista, en cambio, puede darse tiempo para analizar, para reflexionar. Y lo
fundamental: al documentalista se le pide que tenga un punto de vista fuerte. Mi punto de vista fue
de respeto hacia la figura de Allende porque creo que representa, todavía hoy, un ejemplo moral en
América Latina. Aunque en mi documental no hay sólo gente que estuvo de acuerdo con él, también
están un general que participó en el golpe y el embajador de EEUU. Pero no están por una búsqueda
de objetividad, los utilizo para que mi posición salga reforzada, y por una razón de credibilidad.
Porque si yo digo, siendo un exiliado chileno de izquierda, que el imperialismo americano derrocó a
Allende, va a parecer un eslogan que no tiene mucho sentido, pero si el embajador de EEUU dice lo
mismo, eso tiene otra credibilidad, es él quien lo dice.
—¿No es difícil esa zona de equilibrio entre procurar cierta objetividad y respetar
el punto de vista personal?
—Sí, sobre todo porque es una zona que en cada proyecto puede ser
diferente. En El último combate de Salvador Allende no soy propagandista. Hay algunos mensajes muy
sutiles, algunos hay que ser chileno para entenderlos. Por ejemplo, Allende era un hombre que amaba
mucho a las mujeres, y para los chilenos, cuando ven a su secretaria, queda claro que era su
amante. Yo no lo quise poner en evidencia ni ocultarlo. No me interesaba canonizar a Allende. Uno
tiene derecho a plantear un punto de vista, y, además, es necesario tenerlo, pero ese punto de
vista debe abrirse a la contradicción. Hay una dialéctica, y es importante que se la entreguemos al
espectador, teniendo confianza que en él prevalecerá nuestro punto de vista.