Con Daniel, un gran amigo, caminando una noche por la ciudad, encontramos el bar
Olimpia y fuimos a jugar al "veinticinco". Así que de cuando en cuando, íbamos a pasar el rato. Al
tiempito se enteró otro amigo, y fue él quien me dijo: "ese es el lugar de un escritor rosarino,
Jorge Riestra, va todas las noches". Y agregó: "te voy a prestar un libro de él que tengo en casa".
Me quedé pensando quién sería el escritor. Seguro lo habíamos visto, pero tampoco había una señal
exterior que lo identificara.
Luego de leer El Espantapájaros, el libro que me prestaron, volvimos a "Los
Veinte Billares" y nos propusimos con Daniel averiguar quién era el escritor. Recurrimos al mozo,
bueno, qué digo mozo: a Rubén, un Maestro de Ceremonias. Inmediatamente nos indicó cuál de todos
esos "hombres del café" era el escritor.
Nos acercamos a saludarlo, nos presentamos, y todavía recuerdo la calidez de ese
encuentro. Lo que pudo haber sido sólo una cuestión casi de curiosidad, se convirtió desde ese
momento y con el paso de los años en un "amigo del café". Toda una definición: "los amigos del café
no se citan con día y horario, simplemente se encuentran en el café, que es su lugar en la
ciudad."
Digo un amigo, porque aunque parezca extraña la posibilidad de construir una
amistad entre personas de dos generaciones distintas, yo lo vivo como tal. Con Jorge compartimos
momentos de profundidad y de superficialidad, algunas tristezas y otras tantas alegrías,
disfrutamos de encontrarnos, de tomar un buen vino o una grapa y de charlar un rato. Creo que
también en algún momento apareció la confianza, un ingrediente de toda amistad.
Unos diez años más tarde, me enteré que Jorge había anotado el momento en que
nos conocimos en su cuaderno de notas. Nunca quise indagar demasiado sobre el tema, el cuaderno de
notas es una especie de limbo literario, y yo mismo podía estar comenzando mi refiguración como
personaje literario. Por un lado fue darme cuenta que conocernos fue algo significativo para él; y
por otro lado, dejó a la vista las dotes de un escritor: la sensibilidad para reconocer cuando algo
trasciende el momento.
Simultáneamente, comencé a conocer a un ser de la ciudad, una especie de sujeto
colectivo: "el café", en lo que se refiere no al edificio, sino al alma, su esencia. Jorge lo va
definiendo de a poco, tal vez porque no sea posible definirlo de una vez: "El café te espera", "El
café es prudente, no se mete con la intimidad de las personas", "El café no soporta al que cuenta
sus hazañas sexuales"...
Todos los domingos a la noche nos juntábamos en el Olimpia, en una especie de
conjuro ritual ante la semana que se venía encima. Se fueron sumando amigos, porque además "el café
es gregario, te invita".
Una noche, en que la charla fluía sin interrupciones, Jorge estaba contando
momentos hermosos vividos con amigos en lo que se define como la "noche larga". Sesiones de dados,
música, charlas llenas de risas y alegría. En fin, el placer que genera compartir la vida con
amigos, en las buenas y en las malas. No recuerdo bien de qué fecha hablábamos, pero nosotros no
habíamos nacido. Cuando Jorge nos contó una expresión que usaban para nombrar el lugar donde se
juntaban, que era la casa de uno de ellos (creo que era "Ituzaingo frum") y a renglón seguido dijo
la dirección, quedamos estupefactos. Era el domicilio actual de uno de los integrantes de la mesa,
Carlos Quilici, gran bandoneón de Rosario. Perplejos ante la encrucijada de la historia, asumimos
la señal que el café nos estaba marcando, e hicimos una breve síntesis conclusiva alrededor de
algunas palabras: calle Ituzaingo, reunión de amigos, música y noche larga. Antes que terminara la
noche estaba organizado el asado.
Pasamos una noche excepcional, con buen vino, charla y tangos. Jorge tuvo que
hacer varios solos, porque nosotros no sabíamos las letras completas. Es que él tiene las letras y
las melodías grabadas en el cuerpo, y nosotros, la mayoría, entramos al tango por Piazzolla y lo
anterior lo hemos escuchado alguna vez.
Otro faro se distingue en la ciudad, y es el Billar Club de calle Sarmiento. En
este lugar, Jorge intentó profundizar sus dotes docentes en el casín con nuestro grupo. Una mancha
en su curriculum. En realidad se proponía una tarea titánica, con un grupo que muestra
características inusuales. ¿Puede ser que un grupo de personas juegue por años al casín y nunca
avance? Sí, somos nosotros. Por respeto a la amistad, Jorge se sigue sentando frente a nuestra mesa
a mirar el partido, y en la primera "vendida" (eso no demora mucho) se inician nuestras
lamentaciones. Entonces se escucha la voz de Jorge: "comenzó la sala de partos". Con todo, no deja
de aportar principios básicos —"alineado con tronera hay retruque"; "¡no aprietes el
taco!"— que comprendemos racionalmente, pero no podemos concretar en el paño. Agrega también
alguna mirada crítica: "Marcelo, es un buen físico matemático"; "¡Carlitos, te agachás y tirás!";
"Luis no practica muy seguido"; "Lucas, tuviste una mala noche" (el problema es que me lo dice
todas las noches).
La magia del café hizo posible que alrededor de una mesa del bar (este no sé si
es un ente colectivo) nos encontráramos una noche tres generaciones, charlando de política,
literatura y la vida. Fue notable, de igual a igual, cada uno parado en su generación, con su
lenguaje y sus paradigmas, opinaba sobre la realidad, o lo que fuera.