Frío y humedad en Rosario. Mezcla rara pero común. Pero ese 21 de junio de 1978
no era un día más. Argentina debía salir al césped del Gigante de Arroyito y ganarle por más de
cuatro goles de diferencia a Perú para llegar a la final del Mundial. El francés Robert Wurtz pitó
el comienzo y a partir de allí comenzó a tejerse una historia que aún hoy presenta muchos
claroscuros. ¿Arreglo o goleada convincente?
El periodista Ricardo Gotta, editor del diario deportivo Olé y con una amplia
trayectoria en el medio, en su libro Fuimos campeones (Edhasa), intenta desentrañar esa oscura
trama que suspicacias.
—¿A treinta años, hubo otra verdad respecto lo que fue el 6 a 0 de Argentina a Perú
en el Mundial 78?
—A través de estos años pude obtener como conclusión una serie de
evidencias de que hubo una operación dirigida a instalar dos escenarios: uno de miedo hacia los
jugadores peruanos y otro ligado a la corrupción, la incentivación, la captación de voluntades para
asegurarse, en ambos sentidos, el paso de Argentina a la final. En cuanto al miedo, el ejemplo más
contundente es la visita de Videla y Kissinger al vestuario peruano antes del partido. Si bien
Kissinger ya no era subsecretario de Estado norteamericano, sí era un personaje muy influyente. Los
jugadores peruanos claramente se sintieron afectados en su ánimo. Algunos no lo conocían a Videla,
pero otros sí. Seguramente muchos no tenían la dimensión de lo que se vivía en este país, pero sí
sabían que aquí había represión y muerte. Uno de ellos me preguntó que quién le podía garantizar
que si le ganaban a Argentina no los mataban y después le echaban la culpa a Montoneros o al
ERP.
—Planteás que a los peruanos les tocaron el ánimo pero, ¿hay pruebas fehacientes de
de que también les tocaron el bolsillo?
—También. Obviamente que en estos casos nunca hay un recibo firmado, hay
confesiones de los futbolistas. Hubo promesas, como por ejemplo la que se le realizó a Rodulfo
Manzo, un muy discreto marcador central que jugó en aquella selección y que la integró porque Julio
Meléndez un año antes se lesionó y no había otro para reemplazarlo. Bueno, llegó a Vélez y a los
tres partidos lo echaron. Ese mismo jugador reconoció en un asado que había recibido un dinero y
que había ido a Vélez por haber jugado mal aquel partido, aunque después lo negó y dijo que lo
había dicho en broma. Después hubo jugadores peruanos que lo reconocieron y posteriormente lo
negaron, hubo acusaciones cruzadas entre ellos, medio equipo puteando a medio equipo. Hay quienes
reconocieron que se pelearon después del partido y que fue por el reparto del dinero. Mi conclusión
fue que hubo evidencias ya que Argentina tenía que pasar a la final y para la dictadura eso era
clave.
—¿Y qué suponés que hubiera pasado si ese partido no se arreglaba?
—Podría haber pasado que no se arreglara, pero la Junta Militar manejó el
Mundial como una cuestión clave. Y había que llegar a la final, al menos eso. Era esencial mostrar
una selección ganadora porque era parte del proyecto de ellos. Una selección ganadora, un gobierno
ganador.
—¿Esto es comparable con lo que hizo Hitler en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936
y con la Italia campeona del mundo de 1934, durante el gobierno de Mussolini; es decir, la
utilización de logros deportivos como instrumentos directos del poder?
—Ni más ni menos. Hay muchas coincidencias. Tal vez esos fueron ejemplos
más evidentes y groseros, pero hay muchas circunstancias políticas y sociales que son coincidentes.
En el Mundial del 34 hubo un partido que se jugó dos veces (Italia ante España), porque Italia
debía ser el campeón.
—¿Y cuál fue el papel de los jugadores argentinos y el de César Luis
Menotti?
—Creo que la mayoría de los jugadores estaba en su mundo. Me lo confesaron
tipos que son creíbles. Me dijeron que Menotti los protegía mucho y que no permitía que lo externo
los influyera. Ellos estaban concentrados en un Mundial que por primera vez se podía ganar. Hay
ejemplos tremendos. Como cuando Ardiles se fue a Inglaterra y allí le empezaron a contar lo que
pasaba en Argentina y que a él lo enojaba mucho. Pensó que era parte de la llamada campaña
antiargentina que los militares decían que se daba en Europa. Después se dio cuenta que no, y esa
bronca se transformó en vergüenza. Algo similar sucedió con Julio Ricardo Villa, quien dijo haber
sentido vergüenza de haber sido de alguna manera utilizado por la dictadura. Menotti es el más
controvertido de esta historia porque él sí sabía lo que estaba pasando. Él era un tipo muy
informado, con militancia política y contactos con el mundo exterior. Cuando se enteró del golpe
estaba en una gira con la selección y cuando volvió le hacen una entrevista donde insulta a la
dictadura como sistema de gobierno. Llega al país, se calla la boca, tiene contactos con partidos
políticos y la línea que le habrían bajado es que había que ocupar los lugares que la dictadura les
daba. El estaba cercano a grupos políticos que veían a la dictadura como el mal menor, comparándola
—por ejemplo— con la dictadura de Pinochet. Después, Menotti tuvo la tentación de ser
el primer técnico argentino campeón del mundo. Ese poder lo sedujo y se entregó a eso. Hay gente
que hoy le sigue reclamando por qué no se plantó después del Mundial 78 y del Juvenil 79 y dijo
todo lo que sabía, habiendo tenido la repercusión mediática que tenía. Eligió otra cosa, que fue
cuidarse el pellejo a su manera.
—¿Rosario fue sólo una circunstancia geográfica en ese 6 a 0?
—Rosario fue la subsede más importante después de Buenos Aires, y eso no
es poca cosa. Futbolística y socialmente era la segunda ciudad del país, para todo lo bueno y todo
lo malo. En el libro hago una descripción de la modalidad que los militares desplegaban en Rosario.
Allí estaba el II Cuerpo de Ejército. La selección concentró en Granadero Baigorria y a pocos
metros de allí estaba el centro de detención clandestino La Calamita, algo que se repite con la
cancha de River y la Esma. Otro detalle que le da trascendencia a Rosario es el hecho de que no
sólo el técnico era de allí sino varios de los principales jugadores. Por ejemplo, Kempes hace tres
partidos discretos en Buenos Aires y en Rosario se destapa. Otro hecho que le da importancia es la
presencia del arquero peruano Ramón Quiroga, que era rosarino y había jugado en Central.
—Con toda la documentación que aporta el libro y visto a la distancia, ¿de qué
considerás que fuimos campeones?
—Deportivamente, salvo este partido, el triunfo fue inobjetable. Argentina
fue el mejor equipo del campeonato. Más allá de que perdió contra Italia y empató contra Brasil,
demostró que era el mejor en la final contra Holanda, al que le ganó muy bien. Y más allá del
arreglo o del no arreglo, Argentina estaba en condiciones de hacerle a Perú cuatro, seis, ocho o
los goles que fueran necesarios. Cuando empecé a trabajar en esto me centré en el 6 a 0. Pero
después me explotó en todas direcciones y me di cuenta que no tenia sentido hacer una investigación
si no se analizaba lo que pasaba en el contexto. Era un partido en medio de un Mundial, y un
Mundial en medio de un país sometido por una de las peores dictaduras. En eso también fuimos
campeones. El día del 6 a 0 a una mujer, hoy abuela y que aún hoy sigue buscando a sus nietos, le
desaparecieron sus tres hijos. A Juan Alemann le pusieron una bomba en su casa; Víctor Heredia, en
Rosario, tuvo que estar medio oculto porque era perseguido. El día después de la final, mientras
Videla salía al balcón como un héroe, el nieto de Estela de Carlotto, Guido, nacía en cautiverio.
Fue un Mundial tan brutal en todo sentido y eso es inseparable del tema futbolístico.