El autoritarismo, peligrosa enfermedad con cierto consenso social de rechazo, no es más que el desarrollo psicótico de una enfermedad normalmente no reconocida como tal: la autoridad.
El autoritarismo, peligrosa enfermedad con cierto consenso social de rechazo, no es más que el desarrollo psicótico de una enfermedad normalmente no reconocida como tal: la autoridad.
La autoridad está sustentada ideológicamente desde una supuesta e imprescindible delegación de poder por parte de ciertas mayorías a ciertas minorías, las que renovarán el mando al sometimiento disciplinado —disciplina militar, cívica, escolar, partidaria, etcétera— y el acatamiento a normas establecidas arbitrariamente. El juego democrático se vende envasado al vacío y herméticamente sellado junto con las normas que reglamentan nuestros movimientos. En realidad, cuando uno es niño y le enseñan un juego, la intención es inculcarle un reglamento.
Los criterios con los que se confiere autoridad a determinados individuos, sectores sociales o sistemas de pensamiento nunca son discutidos, y su cuestionamiento puede ser considerado subversivo o antirreglamentario.
Preguntas
¿Quién le ha otorgado autoridad al experto que todo lo sabe sobre determinado territorio del conocimiento y cuyas afirmaciones, por tal otorgamiento, han de ser consideradas verdaderas? ¿Y al señor policía, que tiene el poder de interrumpirnos, someternos a un interrogatorio y hasta secuestrarnos si lo considera necesario? ¿Y al presidente, que adopta medidas que contrarían nuestro instinto comunitario amparado en la impunidad que le confiere la mayoría de votantes, en una elección que es una farsa, porque el candidato no se compromete legalmente a cumplir determinadas políticas? ¿Qué clase de ceguera o de manipulación nos empujó a autorizar a un psiquiatra para que nos interne o nos dé un electroshock o a un maestro que, cumpliendo órdenes, nos obliga a memorizar mandatos que él, con desparpajo, denomina conocimiento?
La autoridad, sostenida en la necesidad de mantener el orden, de facilitar el movimiento creativo y creciente de los ciudadanos, es en realidad una poderosa arma apuntada a la nuca de nuestra voluntad para inmovilizar uno de nuestros más interesantes atributos: la capacidad de elegir.
El esquema social muestra una eficaz distribución del poder de acuerdo con roles y funciones diferentes. Así, el Padre tiene poder sobre el Hijo; el Enfermero, sobre el Enfermo; el Adulto, sobre el Menor; el Sabio, sobre el Ignorante, el Emisor, sobre el Receptor, y así infinitamente en distintas bandas y frecuencias, siguiendo un laberíntico recorrido piramidal donde cada Dominador situacional se convierte en Dominado de la siguiente alternativa.
Hacia adentro, el laberinto conduce a un dispositivo de poder colocado en la conciencia de sí de cada individuo que:
a) instaura una descripción del mundo basada sobre pautas morales, no sobre reflexiones obtenidas desde la observación de los fenómenos; esa descripción se expresa en un lenguaje autoritario que obliga a las cosas a ser no como son o como quieren ser sino como se dice que son. La mayor parte de las teorías científicas y de las doctrinas filosóficas son la macroexpresión de tal instalación; y
b) genera un contradictorio mandato de comportamiento que, para sostenerse, obliga a la militancia de la identidad, creando falsos recipientes unificadores de percepciones y obligando a los individuos a mantener una severa vigilancia sobre los controles que vigilan su identidad.
El océano de palabras
De existir dioses que nos observaran navegando en este océano de palabras que es la historia humana, comprenderían esa descomunal guerra de discursos que va moviendo a la especie en la exploración de un misterio que las palabras no consiguen iluminar. Tanto las hormigas como los hombres o los dioses deben bucear en ese imposible instante del existir, buscando lo que los hace buscar, esperando que sea posible seguir esperando.
La voluntad, ese enigma inexpugnable, es la auténtica autoridad despojada de todo arbitrio ajeno. Y tengo una prueba irrefutable para presentar. Recuerdo la primera rata que hice al colegio; recuerdo —casi hasta poder palparlo— el esfuerzo que hice para vencer los miedos y las culpas. Recuerdo el maravilloso placer que me deparó tomar ginebra con un borracho y descubrir a Sartre en ese bar. Al año siguiente abandoné los estudios y jamás volví a pisar uno de esos manicomios que llaman escuelas. Por supuesto que lo del maravilloso placer no iba por la lectura de Sartre sino por el exquisito sabor de la ginebra.
El Porteño, marzo de 1986.