Pocos saben hoy que a la altura del 900 de calle Santa Fe se fundó, hace algo
más de un siglo, la Casa del Pueblo. Fue la sede de los grupos anarquistas rosarinos que tras la
consigna "Ni Dios ni patrón" dieron visibilidad a miles de trabajadores que dejaban su vida en los
talleres de la incipiente ciudad. Hoy la zona alberga a importantes bancos, comercios y
financieras.
Pero las paradojas no terminan allí. Hace un par de años, y como si hubiera
salido de un laboratorio de marketing, alguien imprimió sobre Rosario el rótulo de "La Barcelona
argentina", por el diseño urbanístico que tomó la ciudad. Ese lema no fue original. Así se la llamó
cuando el siglo XX asomaba y no justamente por las ventajas del ingreso a la modernidad sino porque
los trabajadores, con la huelga y la movilización como herramientas clave, salieron a disputar la
riqueza.
La agitación anarquista fue contundente y su poder de convocatoria llevó a
observadores de la cuestión social a compararla con la por entonces combativa ciudad catalana.
Rosario vuelve una y otra vez sobre su trauma histórico. Su identidad, para
algunos, no logra un hito fundacional al despegarse de la mayoría de las ciudades de la América
colonial. Eso funcionó por años como una carencia maldita, como un mito fundacional invertido.
Sin embargo, hacer sólo esa lectura sobre la historia de esta ciudad implica
negar las ganancias de haber sido la impulsora, junto con otros sitios urbanos, de que el
movimiento obrero fuera reconocido como un actor político. Y el anarquismo fue la pieza clave.
Esa identidad ligada a los movimientos sociales es la que busca rescatar una
muestra del Museo de la Ciudad. Ciudad Libertaria, el anarquismo en Rosario (ver aparte), rescata
aquella ciudad que por primera vez conmemoró el 1º de Mayo en un acto histórico, en 1890; que ubicó
a las mujeres en un sitio protagónico en la lucha por las condiciones de trabajo y que paralizó a
la ciudad en más de una oportunidad.
Alejandra Monserrat es historiadora y se especializa en anarquismo en Rosario.
Asesoró al Museo de la Ciudad en el montaje de la muestra y dialogó con Señales sobre la influencia
de ese movimiento político.
—¿En qué radicó el poder de los anarquistas en Rosario?
—A mí me llamaba la atención por qué se había señalado a esta ciudad como
"La Barcelona argentina". Creo que la llamaron así más por el poder de convocatoria y por la
lectura que el anarquismo hizo en su momento de la realidad de los trabajadores que por la cantidad
de anarquistas que había en Rosario. Esa lectura que hicieron les posibilitó tender ese puente,
organizarlos y que ellos participaran en sus convocatorias. La clave estuvo en el vínculo que
establecieron los anarquistas con los trabajadores.
—¿Cómo era ese vínculo?
—Ese vínculo tuvo que ver con que el anarquismo en Rosario le ofreció a
los sectores obreros, mayoritariamente inmigrantes italianos y españoles, la posibilidad de mejorar
su situación económica y social de manera directa, porque no se planteaba ni conformar un partido
político ni acceder, como sí lo planteaba el socialismo, al sistema político con una estrategia de
tipo parlamentaria. Planteaba la acción directa, el enfrentamiento con el sector patronal y
arrancarle las reivindicaciones en el momento. Pero también hay que decir que el anarquismo a eso
lo ve como un medio, no como un fin en sí mismo. Ahí es cuando entra en conflicto con los
trabajadores, porque la utopía anarquista era la conformación de comunidades de hombres libres. Ese
es el fin, la lucha por las reivindicaciones concretas económicas y sociales son un elemento más en
la tarea revolucionaria.
—Casi que se podría decir que aparecieron en el momento y lugar indicados. ¿Qué
pasaba con el socialismo, su discurso no llegaba a los trabajadores?
—Hay que tener en cuenta que era una Argentina con un régimen
exclusivista, oligárquico, si bien liberal en lo económico, cerrado en lo político. No le
interesaba la masa de trabajadores, era un régimen fraudulento que desalentaba la participación
política. En ese espacio la maniobra del socialismo era dificultosa. Primero, convencer a los
trabajadores para que se nacionalicen, cuando a la mayoría no le interesaba, y después, tras la ley
Sáenz Peña en 1912, que voten. Por eso el socialismo en este período tiene más dificultades para
insertarse. El anarquismo, en cambio, da respuesta en el momento al trabajador.
—Hay una huelga clave en la ciudad, en 1907, que marcó un quiebre en el
vínculo entre anarquismo y obreros.
—Sí, la huelga de los carreros, que eran los taxistas de entonces. El
municipio les exigía una identificación, pero se negaron y declararon una huelga sobre la que se
montó la Federación Obrera Rosarina, que generalizó el conflicto. La ciudad quedó paralizada
durante siete días, provocaron desabastecimiento e hicieron que la burguesía saliera corriendo a
sus casas de fin de semana, desesperada. A los anarquistas les pareció uno de los conflictos más
valiosos porque, decían, no era sólo por una reivindicación económica, era una rebelión a la
autoridad, y creyeron que había llegado el momento de la insurrección, de destruir al Estado. Pero
cuando el municipio anula la libreta identificatoria los trabajadores volvieron a los carros, y los
anarquistas se quedaron solos discutiendo en la asamblea. Eso les genera una crisis y un debate
ideológico interno que influyó en la desmovilización del movimiento obrero rosarino entre 1908 y
1912.
—¿Qué reivindicaciones concretas lograron los obreros con el anarquismo?
—El reclamo más concreto era por el aumento del salario y las ocho horas
de trabajo, y se conseguía tras los conflictos. Pero además estas luchas lograron repercusión,
pusieron en cuestión el tema. Los trabajadores se mostraban, era como si hubieran dicho: "El
problema está acá, somos muchos, trabajamos en malas condiciones". Los anarquistas en Rosario
lanzan al movimiento obrero a la calle. Fue claro en 1890 cuando se organizó el acto del 1º de
Mayo. Las crónicas de época hablan de mil trabajadores, ante la sorpresa de la burguesía local.
Salían de la plaza López, tomaban Buenos Aires, pasaban por la Municipalidad y de ahí iban a los
suburbios del norte, como la burguesía le decía a los alrededores de la Refinería de Azúcar. Salen
a la calle a mostrar que existen, que están organizados. Y el Estado es como que al principio mira
para otro lado, era un problema policial hasta que esos actores se convierten en mercado electoral,
entonces pasaron a ser un problema político. Y comienza el debate en el Parlamento sobre la jornada
laboral de ocho horas y el descanso dominical, aunque, claro, el anarquismo no lo acepta porque no
acuerda con nada que venga del Estado, es sólo lo que le arranca al patrón.