"Me he propuesto recordar todo el ayer para enriquecer el hoy, porque se hace
necesario tener referentes de lo que fue en un tiempo lejano. Ese tiempo se constituye en una
nebulosa que, a veces, cuesta recorrer", dice Gilberto Krass al iniciar el relato de sus memorias,
que son también parte de las memorias de la cultura de la ciudad. "Venir a Rosario y no ver a
Gilberto Krass equivale a ir a París y no ver la Torre Eiffel", decía el actor Alberto Closas, y
esa frase no se explicaba solamente por la amistad.
Krass nació en 1924 en Estación Seguí, un pueblo de Entre Ríos. Tuvo una
infancia dura, signada por la complicidad con sus hermanos y un padre severo, que le legó el amor
por la lectura y también cierta reticencia para expresar los afectos: "él no abrazaba y yo heredé
eso de él". A los 13 años comenzó a trabajar como aprendiz de sastre, en Paraná, y luego, con la
mudanza de su familia a Buenos Aires, fue peón en una fábrica de aceite para autos y se inició en
la militancia política.
Fue en la ciudad de Santa Fe donde comenzó a despuntar otra vida, "un tiempo de
crecimiento para no olvidar". Mientras se ganaba la vida con la venta mayorista de calzados, se
relacionó con artistas y escritores y pudo dedicarle más tiempo a una formación que combinaba las
lecturas con los paseos por el río Colastiné. Más tarde, en Rosario, se puso a vender libros en
forma ambulante, hasta que se asoció con Juan Pablo Monserrat en la Librería Ciencia, que estaba en
Santa Fe 1284.
"Esa librería —dice Krass— me hizo adquirir un oficio que amé con
intensidad toda mi vida, el oficio de vivir". Entre fines de los años 50 y principios de los 60 fue
un lugar que frecuentaban, entre otros, escritores locales como Felipe Aldana, Arturo Fruttero y
Guillermo Harvey y profesores de la entonces Facultad de Filosofía y Letras, como Ramón Alcalde y
David Viñas. Por Ciencia también pasaban los intelectuales que visitaban Rosario, desde Raúl
González Tuñón a Juan L. Ortiz.
Ciencia cerró en 1964, cuando vendió todo su stock a la Biblioteca Vigil. "Sólo
me quedé con una vieja máquina Olivetti, que no me servía para nada porque yo no sabía escribir a
máquina", recuerda Krass. En ese "reducto de creadores contestatarios", se habían gestado
movimientos culturales, como el teatro El Faro, con Oscar Moreno, Rubén Naranjo y Héctor Tealdi,
entre otros.
El Faro se presentó en 1957, en la sala del Centro Asturiano, con El
centroforward murió al amanecer, de Agustín Cuzzani. La puesta tuvo gran repercusión, pero la
organización de un recital del poeta cubano Nicolás Guillén, al año siguiente, hizo que las
autoridades de la sala "nos invitaran gentilmente para que nos retiráramos". El grupo se mudó al
Centre Catalá y luego resolvió tener su propio local, que instaló en el subsuelo de San Lorenzo
1057 (luego Teatro Nicasio Oroño).
Un guapo del 900 (1961), En una ardiente noche de verano (1962) y Melenita de
oro (1966) fueron las grandes puestas de El Faro. El grupo dejó de funcionar en 1966, el mismo año
en que Krass abrió su galería de arte, en San Martín 631.
El capítulo en que Krass recapitula su experiencia como marchand es uno de los
más intensos de sus memorias. La inexistencia de un mercado de arte en la época en que comenzó sus
actividades y las dificultades de "una ciudad sorda" (según definición de Julio Vanzo), los
recuerdos íntimos de sus contactos con los pintores y sus reflexiones sobre el conocimiento
estético dan un sabor particular al relato.
Krass no se limita a repasar su actuación pública. También abre su intimidad, y
eso le agrega una dimensión valiosa a sus recuerdos. Cuenta sus gustos, describe los lugares en que
vivió, reconstruye escenas cotidianas y, en todo momento, destaca su amor por la lectura. Es
posible que esos datos no tengan la importancia histórica de sus referencias sobre el teatro
independiente, pero nos permiten conocerlo de cerca, y hacen de sus recuerdos una voz
entrañable.
Si hace memoria es también en función de un balance personal. "Del último
escalón de la miseria, durmiendo en colchones de chala, llegué a tener un protagonismo que a veces
me hizo bien y a veces mal", dice en un pasaje del relato, y luego: "todo este recordar me
introduce en una gran melancolia, en una gran tristeza". Sin embargo, su relato es el testimonio de
una obra viva. Al hablar de sí mismo, Krass habla también de Rosario y de muchos de sus creadores;
y lo hace con la fuerza y la pasión que animan a las cosas perdurables.