A priori diría que el fútbol no me interesa. Mucho menos el negocio del fútbol y su ética dudosa. O la agenda política del fútbol que parece que invisibiliza todos los problemas que tenemos como sociedad.
Personas del barrio La Bajada se juntaron a ver la final frente al Museo del Deporte.
A priori diría que el fútbol no me interesa. Mucho menos el negocio del fútbol y su ética dudosa. O la agenda política del fútbol que parece que invisibiliza todos los problemas que tenemos como sociedad.
Pero a raíz de acompañar a mi hijo a sus partidos comencé a “sentir el fútbol”. A vivir como testigo lo que puede darse en un equipo, en un partido, en un entrenamiento. Esa danza que enamora porque además incluye.
Conmocionada por la victoria contra Croacia, decidí ver la final del mundo en el barrio de Messi. Si bien vivo en Rosario, nunca había ido a ese lugar de zona sur llamado La Bajada.
Publiqué en mis redes sociales que iría al barrio de Messi a ver la final por si alguien se quería anotar y recibí muchísimos mensajes de felicitaciones por “la brillante idea”. Pero nadie dijo "voy". Todos quisieron quedarse con sus cábalas. Hicieron bien.
Veinticuatro horas antes del partido, la cuadra de Lionel Messi ya lucía como la previa de un día de una gran celebración. Como una imagen de un film de Kusturica donde aún no suena la banda, pero se siente. Acompañaba el silencio del verano a la hora de la siesta.
Ahí en Primero de Mayo y Lavalleja todo brillaba. El cielo estaba radiante y furioso, parecía retocado con photoshop. Los cables de la luz desaparecían entre tanto banderín celeste y blanco. La sensación de estar dentro del himno y de la bandera patria era total.
En la puerta de la casa de la infancia de Lionel había una familia haciéndose fotos. Una mujer con dos niños explicaba, mientras se subía a una moto para irse, que no quería dejar pasar la oportunidad de tener este recuerdo ya que todos en su familia eran muy fans.
La casa hace esquina, está muy colorida y luce un gran mural con un retrato de Messi. “Vive un hermano”, dijo uno. “Vive un pariente lejano”, dijo otro.
El barrio parece tener vida propia, todo está como animado. Conformado por poquitas cuadras es fácil para los vecinos darse cuenta quiénes son los intrusos que vienen a buscar rastros del astro del fútbol mundial.
Un vecino muy atento a las visitas vino a mi encuentro a modo de guía turístico, para indicarme dónde estaban los nuevos murales. Los murales son un espectáculo. Son un tema aparte. Con la mirada resplandeciente y el pecho inflado como si él mismo lo hubiera criado o hubiera sido su maestro de primaria, podía sentirse su orgullo por vivir cerca de su casa.
Y es que sin duda debe dar una sensación de cierto “especialísmo” compartir algo de los que fue el nido de esta potencia sin igual.
Dentro de las casas ya comenzaba a pasar algo. Apareció la música. Primero una de Silvio Rodríguez y más allá, “Muchachos”. Ya no se sabe si “Muchachos” se escucha realmente o es el run run de las cabezas.
Caminar el barrio de Lionel fue como recorrer un libro ilustrado. Y en la siguiente página, una nueva esquina apareció, con la pintada que no podía faltar: “Qué mirá bobo, andá pallá”. “Este es un lugar que alquilamos para hacer asados”, respondió alguien sobre si era eso un bar. Yo seguía buscando dónde mirar el partido al día siguiente.
A falta de bodegones decidí ir a la explanada del Museo del Deporte, a poquitas cuadras del barrio, ahí mismo en la zona sur de Rosario.
Día siguiente, día del partido. Doce del mediodía, rayo del sol tajante, sin sombra. Poquita gente amontonada abajo de los dos únicos arbustitos de una explanada gigante. Alguna que otra familia con su sombrilla cual playa. Heladera y picnic. La gente iba llegando de a poquito y durante todo el partido, aunque nunca fue multitudinaria.
La fachada del museo en sí es bastante impactante. Como lo es también la pantalla prometida, algo así como 20 metros por 15 aproximadamente. Pero resulta que se rompió. Y en su lugar pusieron una mucho más pequeña. Pero se veía y oía que era lo importante, de eso sí me aseguré el día anterior.
Estaba con mi hijo que tiene la edad que tenía yo en el Mundial 86. Y los que vivimos ese Mundial coincidirán que esta selección nos pone en un lugar parecido a aquel. No sólo por la copa, algo de otra índole sucede con este equipo también. En el 86 yo vivía con mi familia aún en el exilio y ganar la copa fue como entrar a un lugar de pertenencia.
Con ese recuerdo en el cuerpo, quería vivir esta final como en la cancha, mezclada con la gente desconocida que por un lapso pasa a ser gente hermanada. Esa sensación de cruzar las miradas, compartir sonrisas, sudores, gritos, llantos, saltos desenfrenados. Ese espacio y tiempo donde explotar de emoción está bien.
Cero cero. Uno cero. Dos cero. Dos uno. Dos dos. Tres dos. Tres tres. Uf, inexplicable montaña rusa.
Una chica con una foto de Messi rezando. Uno encendiendo la moto y haciéndola estallar de ruido. Otro aspirando el vaho de un combustible en una garrafa. Niños y grandes tirando espuma. El agua, la gaseosa, el porrón, el vino. Y esa costumbre argentina de sufrir.
Llegaron los penales y el que dijo que iba a atajar dos, lo dijo y lo hizo.
36 años desde la última vez y como si fuera ayer, la experiencia fue agraciada, flamígera, erótica. Y el triunfo por supuesto también.
Por Miguel Pisano
Por Tomás Barrandeguy