A. tiene ahora 22 años y está preso en la cárcel de Pérez. La jueza de Menores Dolores Aguirre Guarrochena lo condenó en julio en un fallo que entrecruza dos tramas. Por un lado, la violenta disputa entre "Los de Centeno" y "Los de Ameghino": dos bandas que deben sus nombres a las calles de Tablada que las vieron nacer y enfrentadas en una guerra que se cobró numerosas vidas jóvenes en la última década. Por otro, la historia de Carlos A., quien al ser detenido con 18 años no había terminado la escuela primaria, fue papá de una beba estando en la cárcel y dice ser consciente de que no podrá volver al barrio cuando salga de prisión.
"Ya no consumo. Me di cuenta de que eso no era vida para mí porque yo vivía todo el día bajo el efecto de las drogas. Ahora vivo diferente, con paz", dijo el muchacho en una entrevista de conocimiento personal con la jueza. La sentencia confirmada consta que tenía 16 años cuando entró en contacto por primera vez con el sistema penal. Fue el 23 de noviembre de 2012, a las 18.30, cuando fue detenido con un chico de 13 años luego de arrebatarle un bolso a una chica de 15 en Anchorena y Salvat. Escaparon en moto y al notar que los perseguía la policía tiraron el bolso en el camino.
Crímenes en cadena
A ese robo frustrado que reveló "cierta inexperiencia" y un "escaso dominio del hecho" le sucedió una secuencia de tres asesinatos a balazos en el lapso de un año. El primero ocurrió cuando A. estaba a sólo un mes de cumplir los 17. El 23 de enero de 2013 llegó a la esquina de Colón y Garibaldi acompañado por un joven al que le dicen "Gordo Luchi". Los dos estaban armados y emprendieron a tiros contra Lucas Elías López, de 17 años y conocido como "Gamba", quien fue alcanzado por un balazo y murió en el Hospital Roque Sáenz Peña.
La balacera fue intensa y dejó otros dos heridos: un abuelo de la víctima de 77 años y un hermano de 22, Adrián, quien recibió un disparo en el abdomen y otro en la pierna derecha. El móvil, según el fallo, era claro: "la indiscutible intención de dar muerte al miembro de una banda enfrentada a la que pertenecía el agresor".
Siete meses después, el 26 de septiembre de 2013, el escenario de una mecánica idéntica fue Ayacucho y Centeno. A las 17.30 Fabricio Leonel Montes fue a un quiosco de esa esquina donde estaba un grupo de amigos. En ese momento llegaron dos muchachos en moto que empezaron a disparar. "Le pegaron a Fabricio y lo mataron", dijo entonces a este diario la mamá de Fabricio, Carina. El joven de 20 años recibió al menos dos impactos de bala. Una le perforó la cabeza y la otra entró por un glúteo y salió por la ingle.
Montes estaba entonces en prisión domiciliaria con salidas laborales por un robo, tenía cinco hermanos, una novia y era hincha de Newell's. Era amigo de López y de otros dos muchachos asesinados en incidentes barriales de esa época. Detrás del drama, el mismo conflicto: "Fabricio, amigo de los de Centeno, es asesinado por Carlos, amigo de los de Ameghino", dice la sentencia.
En diciembre de ese año, una hora antes de Navidad, fue asesinado Iván Ariel Estrella en Uriburu e Ingeniero Huergo. El chico de 17 años fue herido de muerte cuando caminaba junto a Franco S., que resultó herido. "Sale de atrás y nos dispara más de 25 tiros", contó el sobreviviente, que reconoció a Carlos A. como el tirador: "Lo vi cuando me di vuelta".
El joven precisó además la motivación del ataque. Dijo que buscaban acallarlos por haber declarado como testigos del crimen de Jonatan Retamozo, ocurrido en febrero de 2013 y en el que estaba implicado un amigo de A. Por el riesgo que corrían, los dos habían recibido medidas de protección que no alcanzaron a resguardarlos de las balas.
Contextos
"Todos los hechos —analizó en su momento la jueza Aguirre Guarrochena— se enmarcan en un contexto de altísima conflictividad barrial con despliegue de violencia letal. A través del estudio de los ataques se advierte que ninguno de ellos fue casual ni aislado, sino parte de una seguidilla de enfrentamientos que encuentran su explicación en agresiones anteriores".
Por esta saga, la Fiscalía solicitó para Carlos A. una pena inusualmente alta de 32 años de prisión, comprensiva de una condena a 4 años de cárcel que recibió en 2015 como mayor de edad por varios delitos: lesiones graves con arma de fuego, abuso de arma y resistencia a la autoridad.
La defensa respondió que A. tendría dificultades para comprender "la realidad, el valor de la vida o de los bienes". Pidió que la condena no supere los 12 años y que no se tenga en cuenta la condena como mayor por encontrarse cumplida. La Asesoría de Menores solicitó la absolución y planteó que no se dispuso en favor del joven ninguna medida socioeducativa por haber sido detenido a los 18 años.
Historia de vida
Según los registros de su legajo, A. es hijo de un padre portuario y una madre ama de casa, y tiene cuatro hermanos. Sufrió desde chico una adicción a pastillas, marihuana y cocaína. Cuando estuvo detenido en la Unidad 3 asistió a un taller para tratar esa problemática.
Desde su arresto tuvo que ser tratado por las secuelas de una herida de arma de fuego hasta que fue sometido a una cirugía para extraer el proyectil. Lo visitaban su madre, sus hermanas y quien fuera su novia a lo largo de tres años, con quien tuvo una hija.
En algún momento de su estadía en la cárcel compartió el pabellón con su hermano Brian, quien luego obtuvo detención domiciliaria por padecer esclerosis múltiple y parálisis en los miembros inferiores. Hasta entonces, era Carlos quien lo asistía personalmente cuatro veces al día "en lo atinente a alimentación e higiene", cuando Brian se encontraba en el sector de enfermería de la Unidad 3.
Los camaristas Carlos Carbone, Carina Lurati y Georgina Depetris, que revisaron el caso, convalidaron el criterio de la jueza de primera instancia al fijar la pena. Para la jueza, no se advirtieron "indicadores positivos de resocialización". Si bien en la entrevista personal A. manifestó intenciones de trabajar con su padre en el puerto, irse a vivir a otra ciudad del Gran Rosario y cuidar a su hija, la jueza advirtió "cierta idealización" de esos proyectos en un joven que hasta el momento "carece de un oficio cierto y definido y alcanzó un limitado nivel de escolaridad, respecto del cual no existe certeza: sexto grado de la escuela primaria o primer año de la secundaria".
"Se ha podido advertir una muy inicial percepción de la gravedad de los hechos cometidos y de su implicancia personal en los mismos", evaluó. Por eso consideró "indispensable" que la condena cause "una consecuencia tangible, que le permita elaborar efectivamente lo ocurrido", teniendo en cuenta que la finalidad de la justicia penal juvenil no es retributiva sino "alcanzar la resocialización". En ese orden, fijó la condena en una pena unificada de 20 años que engloba todos sus delitos.